El Espectador

Dignidad mínima

- ADRIANA COOPER

A VECES, EN LA MITAD DEL DÍA, ME dan ganas de llamarlo para hacerle una consulta o preguntarl­e cómo está. Hay momentos en los que voy por la calle y aparece un olor o una imagen y pienso en su cara, en su cuerpo menudo, en la sonrisa infinita que le daba a todo aquel que se encontrara con él, unos minutos, por la calle. No sé a quién se la aprendió; lo único que tengo claro es que le gustaba la gente: conocida o también sin nombre.

A veces me llegan imágenes mezcladas: las mañanas en las que lo despedía en el balcón, en medio de los juguetes y antes de irse a trabajar. En estos días también recordé aquellas veces en las que lo llamé para contarle decisiones trascenden­tales: un viaje largo, el matrimonio, luego el divorcio, un cambio de trabajo, y al otro lado lo único que escuchaba era: “Si vas a estar más tranquila o feliz, adelante”.

Hace dos semanas y por efectos colaterale­s de este virus que ha tocado casi todo lo existente, mi papá se fue de este mundo. Después de casi 60 días en cuidados intensivos, su cuerpo cansado no aguantó más. Entre las historias de asepsia y lejanía que se han escuchado en esta pandemia, la nuestra fue afortunada: tuvimos un grupo de médicos y enfermeras que lo trató como una persona, y no como un número más en la lista de contagios.

Para muchos de esos ayudantes y enfermeras, devolverlo a su casa libre de la enfermedad y muy similar a esa imagen del señor que se veía en esas fotografía­s pegadas sobre una ventana lateral, se convirtió en su misión y destino. Por eso, las horas previas en las que el cuerpo ya anunciaba el final, el silencio se apoderó de algunos; otros evitaban mirarnos. Tal vez para no perder la compostura; tal vez por no saber qué decir.

En los días previos y de formas diferentes, su esposa, mis hermanas y yo lo despedimos con suavidad. Agradecimo­s lo hecho y lo liberamos de cualquier angustia u obligación, para que se fuera tranquilo. Para no sumar otros dolores a los del cuerpo. En aquel cuarto número 8, cada una intentó decir sus mejores palabras... o sonreír.

Aunque después fuera necesario contener la respiració­n para evitar liberar la tristeza antes de llegar al pasillo previo que llevaba al ascensor.

Trascender, dejar este mundo cerca a la familia y amigos, con algunas palabras y la posibilida­d de mirarse a los ojos, de esta forma, y por última vez, es una oportunida­d inexistent­e para muchos. En países como Colombia, donde muchos son asesinados por otros que no aprendiero­n qué significa el amor, despedirse se convierte en un acción para agradecer. Y es que al dolor de la despedida natural que trae la vida, otros tienen que asumir más dolores. Porque nunca se está listo para un final violento o para ignorar el destino final de aquellos cuerpos en los que alguna vez vivieron los más queridos.

Educar para los duelos, enseñar a llevar los días finales de alguien y, sobre todo, hacer todo lo posible para que las personas puedan despedir a sus familiares sin dolores agregados es un tema pendiente en Colombia, en colegios, universida­des y hospitales. Tratar a otros con suavidad solo por el hecho de ser humanos y hasta el último día es un asunto de dignidad mínima y, a la vez, superior.

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