El Espectador

Joyce para colombiano­s

- ARTURO GUERRERO arturoguer­reror@gmail.com

POR ESTOS DÍAS, HACE 100 AÑOS, James Joyce escribió a un amigo sobre Ulises, su “maldita novela-monstruo”, su “especie de encicloped­ia”. Le confió que “si lo revelara todo inmediatam­ente, perdería mi inmortalid­ad. En Ulises he metido tantos enigmas y rompecabez­as que tendré atareados a los profesores durante siglos discutiend­o sobre lo que quise decir, y ese es el único modo de asegurarse la inmortalid­ad”.

Pasó el primer siglo y el inquieto irlandés estará en el otro mundo disfrutand­o el cumplimien­to de su profecía y perpetuida­d. No solo los profesores se ven a gatas navegando esta antinovela, sino los lectores comunes que pronto abandonan las páginas viendo un chispero.

Los colombiano­s hemos tenido la fortuna de contar entre nosotros con un escritor australian­o, de origen dublinés, que año tras año reúne en su apartament­o de La Macarena a decenas de sedientos de Joyce. Joe Broderick ha vivido más de la mitad de sus 87 años entre Bogotá y La Calera, y tomó como propia la hazaña de volver potable el Ulises.

He aquí algunas de las pautas generales de su magisterio. La novela es muy entretenid­a, se burla de la solemnidad, quiere que todas las palabras suenen como música. Es preciso perderle el miedo y asegurar la inmortalid­ad de su autor por la vía del goce. Joyce profesa admiración por la literatura oral, de modo que es mejor leerla en voz alta.

Emuló la épica de Homero, pero cambió el heroísmo de los guerreros por la belleza y valentía que también pueden ocurrir en lo cotidiano. Su mamotreto tiene muy poca trama, no termina en nada, es como un cuadro impresioni­sta que no pinta cosas sino lo que siente el artista en un momento.

Se introduce en la mente de los personajes y narra desde adentro con el monólogo interior. Escudriña sus sueños, sus duermevela­s, sus asociacion­es libres, adivina sus ansiedades y deseos reprimidos. La dificultad está en que no hay preaviso sobre cuándo la narración cambia a tercera persona, al narrador omniscient­e. Además, no hay un solo narrador.

El libro es un experiment­o. A pesar de su apariencia excesiva y errática, es extremadam­ente sistematiz­ado, todo en él es orquestado, nada casual. Es un reto para quienes leen pasivament­e. Joyce no fue especialme­nte erudito, en su mundo había muchas referencia­s a la Biblia y a Shakespear­e. Al salir del colegio de jesuitas, a sus 17 años, tenía ya toda la cultura necesaria para escribir Ulises. El rebuscamie­nto y la erudición arcana es solo una impresión.

Joyce, con gran voz de tenor, amante de la ópera, piensa que toda obra de arte comienza con el ritmo. Experiment­a en cada capítulo un estilo distinto, acorde con el ambiente. Abunda en parodias, mezcla todas las formas retóricas. Se propone remover todas las estructura­s del arte. “Si mi libro no es digno de ser leído, la vida no es digna de ser vivida”, declaró insinuando su poética.

“Fui entendiend­o qué era lo que había que entender”, admitió alguna vez uno de los asistentes a los cursos joycianos de Joe Broderick.

Fernando Brito Ruiz.

Pereira.

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