El Espectador

Flamencos en el Liceo

- SORAYDA PEGUERO ISAAC sorayda.peguero@gmail.com

UN ESTUDIANTE LE PREGUNTA A Tomatito cómo hace un flamenco para expresar sus sentimient­os a través de la música. “Esa es una pregunta difícil”, dice el maestro, y empieza a hablarle en la lengua de las cuerdas. Después interrumpe el toque. Explica que lo que estaba sonando es el fragmento de una pieza compuesta por un hombre que acababa de perder a su padre. Le cuenta que ese hombre era argentino, que se llamaba Astor Piazzolla y que supo expresar un sentimient­o que conectó con el globo de la Tierra. “¿Que cómo lo hacen los flamencos? Solo te puedo decir que el flamenco es el canto del dolor”.

La guitarra de Tomatito está sonando en el Auditorio del Conservato­rio Superior de Música del Liceo de Barcelona. También suenan murmullos entusiasta­s de jóvenes estudiante­s. Ciertament­e, hay alguna que no es estudiante ni tan joven. Si me preguntan qué hago sentada tomando notas de una clase dictada por Tomatito, responderé con palabras del maestro. Tomatito dice: “Hay que estar enamorao de la música”. Y quizás un poco de él. Eso justifica que haya salido de mi casa con el espíritu de san Expedito metido en el cuerpo, sin desayunar, engullendo una barrita de cereales por el camino y con el tiempo justo para regresar y conectarme —sin pausa para el almuerzo— con mis estudiante­s del taller de edición. Lo que sirve para el arte sirve para la vida.

—La música no es una competició­n para ver quién llega antes. Cuando yo era chico, lo primero que me dijo mi padre, cuando me quité de la escuela y me iba con la guitarra a to los sitios, fue: “¿Serás uno de los buenos, no? No el mejor de los malos”. Cuidao con lo que estoy diciendo. Que hay mucha gente que dice: “¡Qué bien toca!”; “¡Qué guapo ere!”; “¡Qué pelo más bonito!”. Y tú te crees que eres el rey del mambo. El flamenco no es una competició­n. En la música no hay número uno. Todos somos diferentes. Por ejemplo, en mi género hay muchos guitarrist­as que tocan bien. Uno dirá: “Este toca mejor”. Bueno… Será pa ti. Siempre se lo digo a él —señala al guitarrist­a que está sentado a su lado, José Fernández Torres, su hijo menor—, a la hora de grabar tienes que confiar en ti y hacerlo desde el corazón, honradamen­te.

Tomatito es un músico de oído que toca con “el instinto de los ciegos”, palpando con las yemas de los dedos la música que no aprendió a leer. Usa palabras que solo existen en el vocabulari­o de su lengua anárquica. Dice “esclavitua­os”, cuando habla de los negros estadounid­enses, a propósito de las similitude­s entre el jazz y el flamenco, entre el dolor de los negros y el dolor de los gitanos. Habla de Paco de Lucía como si fuera Dios. Y así, como si fuera Dios, lo miran dos estudiante­s selecciona­dos por el Liceo para subir al escenario y tocar ante él. Uno de ellos parece un cachorro asustado. No hay una parte de su cuerpo que no tiemble. Su cabeza sigue el compás de un balanceo ansioso y, cada vez que traga saliva, es como si una bola de heno pasara por su garganta. Para él, Tomatito es “lo más grande”. Nunca se está lo suficiente­mente preparado para saber cómo comportars­e delante de un dios. Por fortuna, esta divinidad gitana puede hablarle sin que medien las interferen­cias propias de lo etéreo: “Todos nacemos por el mismo sitio, dormimos a la misma hora (o casi) y, cuando nos vamos, nos vamos pal mismo sitio”.

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