Flamencos en el Liceo
UN ESTUDIANTE LE PREGUNTA A Tomatito cómo hace un flamenco para expresar sus sentimientos a través de la música. “Esa es una pregunta difícil”, dice el maestro, y empieza a hablarle en la lengua de las cuerdas. Después interrumpe el toque. Explica que lo que estaba sonando es el fragmento de una pieza compuesta por un hombre que acababa de perder a su padre. Le cuenta que ese hombre era argentino, que se llamaba Astor Piazzolla y que supo expresar un sentimiento que conectó con el globo de la Tierra. “¿Que cómo lo hacen los flamencos? Solo te puedo decir que el flamenco es el canto del dolor”.
La guitarra de Tomatito está sonando en el Auditorio del Conservatorio Superior de Música del Liceo de Barcelona. También suenan murmullos entusiastas de jóvenes estudiantes. Ciertamente, hay alguna que no es estudiante ni tan joven. Si me preguntan qué hago sentada tomando notas de una clase dictada por Tomatito, responderé con palabras del maestro. Tomatito dice: “Hay que estar enamorao de la música”. Y quizás un poco de él. Eso justifica que haya salido de mi casa con el espíritu de san Expedito metido en el cuerpo, sin desayunar, engullendo una barrita de cereales por el camino y con el tiempo justo para regresar y conectarme —sin pausa para el almuerzo— con mis estudiantes del taller de edición. Lo que sirve para el arte sirve para la vida.
—La música no es una competición para ver quién llega antes. Cuando yo era chico, lo primero que me dijo mi padre, cuando me quité de la escuela y me iba con la guitarra a to los sitios, fue: “¿Serás uno de los buenos, no? No el mejor de los malos”. Cuidao con lo que estoy diciendo. Que hay mucha gente que dice: “¡Qué bien toca!”; “¡Qué guapo ere!”; “¡Qué pelo más bonito!”. Y tú te crees que eres el rey del mambo. El flamenco no es una competición. En la música no hay número uno. Todos somos diferentes. Por ejemplo, en mi género hay muchos guitarristas que tocan bien. Uno dirá: “Este toca mejor”. Bueno… Será pa ti. Siempre se lo digo a él —señala al guitarrista que está sentado a su lado, José Fernández Torres, su hijo menor—, a la hora de grabar tienes que confiar en ti y hacerlo desde el corazón, honradamente.
Tomatito es un músico de oído que toca con “el instinto de los ciegos”, palpando con las yemas de los dedos la música que no aprendió a leer. Usa palabras que solo existen en el vocabulario de su lengua anárquica. Dice “esclavituaos”, cuando habla de los negros estadounidenses, a propósito de las similitudes entre el jazz y el flamenco, entre el dolor de los negros y el dolor de los gitanos. Habla de Paco de Lucía como si fuera Dios. Y así, como si fuera Dios, lo miran dos estudiantes seleccionados por el Liceo para subir al escenario y tocar ante él. Uno de ellos parece un cachorro asustado. No hay una parte de su cuerpo que no tiemble. Su cabeza sigue el compás de un balanceo ansioso y, cada vez que traga saliva, es como si una bola de heno pasara por su garganta. Para él, Tomatito es “lo más grande”. Nunca se está lo suficientemente preparado para saber cómo comportarse delante de un dios. Por fortuna, esta divinidad gitana puede hablarle sin que medien las interferencias propias de lo etéreo: “Todos nacemos por el mismo sitio, dormimos a la misma hora (o casi) y, cuando nos vamos, nos vamos pal mismo sitio”.