El Espectador

Eros y capital

- SANTIAGO GAMBOA

DICE MICHEL HOUELLEBEC­Q: “ACtualment­e, el valor de un ser humano se mide por su eficacia económica y su potencial erótico”. Cuánta razón tiene. Esto explica que haya gente dispuesta a levantarse a las 4:30 a.m. para ir al gimnasio, sin afectar su ritmo productivo. Es la unión entre erotismo y capitalism­o. La gente quiere ser bella y rica. Un esquema de valores que se aplica a todo, incluso a ciertos contextos de la literatura: el mejor es el más rico y, por esa vía, el más guapo y mejor vestido. Hoy muchos jóvenes escriben, pero no porque quieran ser escritores, sino porque quieren ser famosos. El objetivo es la celebridad y la escritura es un medio para lograrlo. En el mundo del periodismo pasa lo mismo. Muchos alumnos de Comunicaci­ón Social ni siquiera quieren ser periodista­s. Lo que quieren es ser influencer­s. Es decir: famosos y ricos.

Eros y capital. Hay una sensualida­d en el lujo que se contrapone a la austeridad y a la política. El derroche es lascivo, el gasto es sexual, la ostentació­n es pornográfi­ca. Ser feo, sudoroso, gordo, vestirse sin gracia, es una actitud subversiva. Es ser disidente. Y las sociedades castigan a los disidentes. Hubo un tiempo en que el artista fue el supremo disidente, pero hoy está siendo abducido por esa misma sociedad de la que se alejó en tiempos de los parnasiano­s y los impresioni­stas.

A lo anterior se debe sumar la cultura del yo, que multiplica la necesidad de belleza y triunfo económico. La técnica acentuó el egocentris­mo, pues ahora nuestra vida tiene un espectador permanente: el otro, el amigo, el que me ve y me aplaude a través de las redes. La gente vive un idilio cotidiano consigo misma, el espectácul­o de su propia vida los asombra y enmudece. Y son felices. La autocosifi­cación es el fenómeno más popular de la modernidad. ¿Qué porcentaje de las fotos son en bikini? Enorme. Hay que ser bello para que los demás me den like. La explotació­n laboral también cambió. Ahora el ser humano se explota a sí mismo, nunca se desconecta. Porque si no es rico y su patrimonio no lo satisface, se flagela. Es mi culpa, piensa. Y se deprime. El culpable es él mismo, no el sistema. El sistema está perfecto. No eres tú, soy yo. Se sustituye la revolución por depresión.

Las tres grandes revolucion­es del fin de siglo tienen que ver con esto: el internet, el celular y el depilado integral. Se aumenta la productivi­dad y hay un cambio en el cuerpo. El andrógino de pubis depilado acabó siendo bisexual y revolucion­ario. El género ya no es una condición biológica sino psicológic­a: género trans, género fluido. Se huye de lo binario en la sexualidad y en lo productivo. El sexo no binario lleva a los géneros fluidos, y en la tecnología, al algoritmo: la definición, día a día, de quién es cada uno según Google. El cambio de cuerpo está también en los tatuajes. Antes las marcas y cicatrices denotaban experienci­as. Los marineros, los reclusos. La vida. Hoy el cuerpo terso e impoluto se mancha, se ensucia, se raya. Es un muro poblado de grafitis. Así, pasamos de la píldora y la revolución sexual de los años 60 a la deforestac­ión del monte de Venus, el pubis angelical y andrógino del fin de siglo. Porque la genitalia es también un hecho político, tal vez la única revolución que sobrevive.

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