La importancia de la víctima en el mundo de hoy, según Carlos Granés
Fragmento de “Delirio americano: una historia cultural y política de América Latina”, el más reciente libro de ensayo del escritor colombiano.
Ciertos acontecimientos sociales, como el movimiento Black Lives Matter de 2013, la crisis de los refugiados sirios de 2015, el movimiento Me Too de 2017 y la aparición de Greta Thunberg en 2018 como rostro de la lucha climática, pusieron en primer plano el problema de la víctima y legitimaron un discurso moralista que se apoderó del debate público.
Llegaba la hora del indigenismo primermundista. El campesino, el gaucho, el andino, el tupí, el negro, el montuvio o el indio cederían su espacio a los enfermos, los migrantes, el ecosistema y las minorías raciales y sexuales en las nuevas prácticas culturales (y publicitarias) estadounidenses y europeas. Parecía algo nuevo y moralmente edificante, pero era muy viejo, muy latinoamericano, y muy fácilmente cooptable.
Así como el etnocida Maximiliano Hernández Martínez se apropió del indigenismo, las grandes multinacionales yanquis se han vuelto ecologistas, feministas y antirracistas en menos de lo que canta un gallo. El progresismo es un recurso que se presta para promocionar marcas personales o industriales, y a él recurren tanto Jeff Bezos como las víctimas profesionales que viven de enseñar sus sufrimientos: marketing para tiempos de economía de la atención, redes sociales, escraches virtuales, quince minutos de escándalo, corrección política e infantilización social.
Esto explica la notoriedad global que ha cobrado el arte latinoamericano en los últimos años, y el hecho de que la primera edición del Premio Nomura, que aspira a ser el Nobel del arte, haya sido otorgado en 2019 a una artista como la colombiana Doris Salcedo. Todo lo que ahora interesa al establishment cultural europeo y estadounidense ya estaba en el arte latinoamericano. Desde mucho antes de que la corrección política se impusiera como el nuevo ismo occidental, la nueva vanguardia que copó los museos, los festivales, las bienales y los premios de todas las expresiones artísticas, muchos artistas latinoamericanos habían retomado el hilo de sus tradiciones.
Desde los años 90 el arte había vuelto a la calle, volvía a hacerse público; con lenguajes contemporáneos, actualizaba la dinámica de la primera vanguardia. En Bolivia el colectivo anarcofeminista Mujeres Creando pintó grafitis y realizó performances urbanas que señalaban la violencia machista y la homofobia. Este colectivo ha sido insobornable, incooptable; ha denunciado a la izquierda, el indigenismo de Evo Morales, el fascismo, el neoliberalismo, a todas las ideologías en las que ha visto brotes homófobos o racistas, sin adoptar la actitud de víctima. Su vocación es la contraria, similar a la del andinismo de vanguardia: el fortalecimiento de las identidades que han sido desplazadas o menospreciadas.
Varias otras artistas, sobre todo mexicanas, han explorado en los últimos quince años la grieta de horror que se abre detrás de los feminicidios. La fotógrafa Mayra Martell reconstruye la identidad de las mujeres desaparecidas en Ciudad Juárez a través de sus objetos y los espacios que habitaban, Sonia Madrigal deja testimonio de los lugares donde han sido abandonados los cuerpos de niñas, y Elina Chauvet llena los espacios públicos con zapatos rojos en alusión a las mujeres ausentes. Además de estas artistas, podrían sumarse muchos nombres, como Lorena Wolffer o las precursoras Teresa Serrano y Mónica Mayer.
Al igual que en el literario, las mujeres han cobrado un protagonismo innegable en el campo artístico, donde se han convertido en las voces que con más vehemencia señalan ese mal endémico, una epidemia para la que ningún gobierno, y mucho menos el de AMLO, enemigo declarado del feminismo mexicano, ha dado una solución. De esta inquietud también surgió un fenómeno nuevo, la primera performance viral de la historia: Un violador en tu camino, inventada en 2019 por el colectivo feminista chileno Lastesis.
La constante en todas estas expresiones es la vuelta al recurso fundamental del muralismo, el es
‘‘Mucho
más sobria y aséptica, la obra de Doris Salcedo se ha convertido en un recordatorio y un homenaje constante a las víctimas de conflictos políticos recientes”.
pacio público. Sobre todo a partir de las expresiones de ira e insatisfacción difusa que generaron estallidos sociales en países como Colombia, Ecuador, Bolivia y Chile en ese mismo 2019, y un año después, agravado por la pandemia, en México, Perú y Paraguay, las calles se convirtieron en escenarios de grandes manifestaciones donde el elemento estético —el grafiti, el disfraz, la música, la performance— fue determinante para acaparar la atención de los medios y desafiar a las autoridades.
Estos acontecimientos hicieron evidente que la protesta y la estética volvían a estar vinculadas. Como en tiempos del Dr. Atl, los levantamientos populares se acompañaron de gestos, acciones y murales públicos que denigraban al enemigo y exaltaban la propia causa. Pero quizá las dos artistas que han recuperado con más claridad los recursos de la primera vanguardia, el muralismo y el indigenismo, son la misma Salcedo y la guatemalteca Regina José Galindo. Sus obras, como los murales de Siqueiros o los lienzos de Guayasamín, eternizan momentos de dolor, ausencia, pérdida o duelos inconclusos, y ya no solo causados por la violencia machista, sino también por las dictaduras y los conflictos políticos.
Aunque buena parte del trabajo de Galindo está influenciado por el
body art europeo y por su derroche gratuito de violencia autoinfligida, en ocasiones realiza performances que fijan en la memoria algunos de los sucesos más dramáticos de la larga guerra civil que vivió Guatemala
entre 1960 y 1996. En 2003, por ejemplo, después de oír que la Corte Suprema autorizaba al exdictador Ríos Montt a presentarse como candidato a las elecciones presidenciales, Galindo se bañó los pies en sangre humana y caminó hasta el Palacio Nacional para recordar el genocidio de la población maya ixil.
En otra ocasión, para La verdad, una performance de 2013, leyó testimonios de los indígenas victimizados por el Ejército mientras un odontólogo le anestesiaba la boca, una metáfora del proceso fallido por genocidio contra Ríos Montt en el que de nada sirvieron las acusaciones de los indígenas porque el juicio fue anulado. Mucho más sobria y aséptica, la obra de Doris Salcedo se ha convertido en un recordatorio y un homenaje constante a las víctimas de conflictos políticos recientes.
Inicialmente sus obras giraron en torno a las víctimas de la guerra colombiana, pero su proyección internacional le ha permitido sumar otros colectivos de víctimas, como los migrantes que se ahogan en el Mediterráneo (Palimpsesto,
2017) o aquellas que los teóricos decoloniales, Salcedo incluida, llaman víctimas de la modernidad europea, los otros, los no occidentales, en especial los migrantes que interrumpen repentinamente el orden de la metrópoli transatlántica (Shibboleth, 2007). Sus obras son muy distintas a las de Galindo. En ellas el dolor no se ve ni se reedita; se intuye y se evoca. Su reivindicación no pasa por la acción del cuerpo, sino por la mención del nombre. Galindo sustituye a la víctima, toma su lugar y siente en su carne las muchas violencias padecidas; Salcedo las acompaña, las llora, les hace un último homenaje. Usando los suelos más que las paredes, sus monumentales obras son la más clara continuación del muralismo mexicano.
Replicando en su propia piel los dolores de Huasipungo, la guatemalteca es la más clara continuadora del indigenismo. El caso de Salcedo es muy relevante porque gracias a sus obras las víctimas del conflicto armado colombiano, durante mucho tiempo invisibilizadas, cobran protagonismo. Salcedo
busca a la víctima, se mimetiza con ella, inmortaliza su presencia y en ocasiones, como en Sillas vacías del Palacio de Justicia,
de 2002, reedita minuto a minuto el suceso trágico en que perdió la vida. “Son un esfuerzo vano por restaurar la presencia de la víctima en nuestro tiempo presente”, explica.
En sus murales la víctima aparece, aquí y ahora; en ellos el tiempo no pasa, queda detenido en un duelo que compensa el silencio y las lágrimas que nadie derramó durante su agonía. La artista devuelve la memoria de la víctima al centro de todos los debates, un logro moral, sin duda, que a su vez engendra un dilema: la víctima queda presa de su condición. La identidad de la persona queda atada al sufrimiento y la violencia. Obtiene reconocimiento y voz, al precio de ligar su nombre a la condición eterna de víctima.
En las obras de Salcedo hay reparación, y eso es moralmente encomiable; también memoria, y eso es políticamente relevante, pero no hay emancipación. Como en Fragmentos, el contramonumento realizado con las armas de las Farc, la víctima logra desfogarse, ser llorada o ganar visibilidad, pero no puede dejar de ser víctima. Ni siquiera la misma Salcedo consigue rasgar el aura luctuosa que la rodea, como si estuviera obligada a convertir sus presentaciones públicas en la continuación performática de sus murales.
Su obra le da importancia a la víctima en el mundo contemporáneo, a condición de que la víctima lo sea eternamente; toda una metáfora de la condición latinoamericana, la de un continente visible y relevante en el mundo siempre y cuando confirme su estereotipo: víctima del imperio, del colonialismo, de la globalización, de la depredación o de cualquier otro mal foráneo. Víctima inerme e inocente, paralizada en su duelo y su dolor, mostrando sus grietas, sus fragmentos, sus duelos, sus gestos desgarrados, sus venas abiertas al resto de la humanidad. Esto no es irrelevante, porque el victimismo paraliza.
‘‘Inicialmente
sus obras giraron en torno a las víctimas de la guerra colombiana, pero su proyección internacional le ha permitido sumar otros colectivos de víctimas, como los migrantes que se ahogan en el Mediterráneo (Palimpsesto, 2017)”.