El Espectador

Gabinetes médicos

- RABO DE AJÍ PASCUAL GAVIRIA

LUEGO DE DOS AÑOS LA PANDEMIA es cada vez más un hecho social y político. El sentido, la proporción y la utilidad de las restriccio­nes y medidas para contenerla marcan hoy la discusión más activa y relevante para la mayoría de los ciudadanos. Los tiempos del aplauso al personal médico desde las ventanas son parte de un archivo para los días de las primeras incertidum­bres y la sensibilid­ad. Días tan remotos como aquellos en que los descubrimi­entos contra el virus eran tan básicos como acostar a los pacientes boca abajo.

La ciencia y la medicina están cada vez más alejadas de la discusión pública respecto a las necesidade­s actuales frente al virus. Hoy las elecciones, las protestas, la necesidad de tapar un escándalo, los alardes de firmeza valen más que las evidencias científica­s. El gobierno de Scott Morrison expulsó del país al tenista número uno del mundo para sostener una postura política en víspera de elecciones. Boris Johnson ha dado los pasos más audaces en el desmonte de las restriccio­nes para apagar la luz de sus cuatro fiestas en 2020 cuando el país estaba en cierre total.

Trudeau quiere mostrarse firme frente a la protesta de los camioneros que han cerrado el puente Ambassador que comunica con Estados Unidos y por donde cruzan mercancías con un valor de US$13 millones cada hora. El primer ministro está a punto de usar una ley de emergencia que se aprobó en 1988 y nunca se ha usado. Existía una ley similar que solo se usó en la Primera y Segunda Guerra Mundial y en la crisis separatist­a de Quebec en 1970. Trudeau ya no habla de virus, sino de una crisis política que lo tienen en la encrucijad­a entre opinión pública que pide firmeza y partidario­s que ven con desconfian­za semejante precedente constituci­onal.

Jacinda Ardern, la primera ministra de Nueva Zelanda, también está en una lucha por mantener formas y medidas impuestas durante dos años. Renunciar a su manera de tratar el virus sería desechar unos ideales que la tuvieron como ungida en el ranquin contra la pandemia. Llegaron las protestas a sus restriccio­nes y ya no hay margen para ir atrás. Ardern canceló su boda a finales de enero y ordenó nuevos confinamie­ntos. Los suyo es ya una especie de magia en la que encerrarse en una caja negra es un acto sublime. Pero la gente se ha aburrido del espectácul­o. La ciencia política y las encuestas han reemplazad­o a la ciencia a secas.

Las vacunas, la mayoría de la población que ha tenido contacto con el virus, el cansancio social a las restriccio­nes, la llave del miedo que siempre va venciendo tienen la pandemia en otro momento. Los gobiernos han comenzado a hacer cálculos muy lejos de los modelos epidemioló­gicos, que entre otras demostraro­n ser incluso menos fiables que las encuestas electorale­s. No queda más que la fachada científica y la costumbre de millones de ciudadanos frente a las restriccio­nes. Porque hay millones de personas que creen que las leyes que imponen controles y limitan libertades son virtuosas per se, como si fueran un amuleto de obediencia. Y los gobiernos siempre quieren templar un poco la cuerda, darles nuevas y más creíbles justificac­iones a sus barreras y condicione­s. El gobierno de los sabios y los prudentes es una ilusión del pasado, quedará como una herencia más de la pandemia, cuando el gabinete se disfrazó de junta médica y el presidente daba un diagnóstic­o todos los días. Es hora de olvidar la pseudocien­cia de los decretos y poner a los pacientes de los palacios bocabajo.

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