Elogio de un espectador
A VECES SE NOS OLVIDA, Y MÁS HOY en día cuando armar polémicas superfluas y ventilar maledicencias se ha convertido en el deporte universal, que la ficción y la belleza han sido siempre un refugio donde guarecerse de la inmarcesible inmundicia que excreta el mundo. Se nos olvida, sí, pero a veces también aparecen espectadores que han dedicado su vida a verlo todo, películas, obras de teatro, conciertos, todo, y a dejar constancia del entusiasmo y la felicidad que tantas horas expuestos al talento ajeno les han reportado. Es lo que hace Sandro Romero Rey en su último libro, Profesión: espectador, un homenaje a los creadores que han enriquecido su vida y una muestra palpable, casi empírica, de que el cine, la música y la belleza pueden engrandecer la existencia como pocas cosas en este planeta condenado.
El libro es una galería de obsesiones, fetichismos y arrebatos, todos ellos peligrosísimos por contagiosos, que dan cuenta de las filias empecinadas del autor. Pero no solamente, porque en Sandro la curiosidad y el hedonismo se mezclan con la erudición, con el deseo de gozar la obra de un autor escudriñándola en su totalidad, hasta en sus rarezas y desatinos, y sobre todo convirtiendo su mitología en un pretexto para peregrinar por el mundo en busca de pistas que expliquen la naturaleza de su genio. Buscando la casa de Buñuel, Sandro recorrió el D. F. mexicano y acabó intuyendo el misterioso paradero de sus cenizas; y para llegar a la mítica morada de Ingmar Bergman, viajó hasta el fin del mundo, una isla sueca de nombre impronunciable; y para descifrar el genio secreto de Charly García, escoltó al rockero en Buenos Aires durante una serie de conciertos; y para encontrar argumentos a favor de Woody Allen, viajó en el tiempo para anotar dónde y cuándo se había enfrentado a cada nueva película del cineasta neoyorquino.
Borges decía estar más orgulloso de los libros que había leído que de los que había escrito, y eso me basta para demostrar que el genio individual reside menos en saber lo bueno que es uno, que en reconocer lo buenos que son los otros. Porque al fin y al cabo es de ellos de quienes se aprende, y es la obra ajena, mucho más que la propia, la que se disfruta. Por eso sólo un buen espectador o un buen lector reconoce el magnetismo de la imaginación humana, y sólo quien descubre ese vicio placentero puede aspirar a crear algo de valor. Esa es solo una de las enseñanzas de este libro sabio y entusiasta. Otra, que no todo está perdido en este mundo de miserias y gestos destructivos. Hay seres humanos capaces de crear ficciones, canciones e imágenes que, como dice Sandro, también “son puertos amables en los que se puede jugar a la felicidad”.
Y es que es así: jugando el juego de la felicidad se estimula la cultura, sólo así. Eso también lo muestran los capítulos autobiográficos, aquellos en los que Sandro cuenta sus experiencias con Klaus Kinski, Werner Herzog, Barbet Schroeder o el mucho más importante Chinche Ulloa. Lo que nos mueve a crear es la admiración, el arrobo irracional que producen las obras de los otros. Esa lección también es una máxima vital, una forma de estar en el mundo: la generosidad, el deslumbramiento, la capacidad de gozar con la esquiva belleza que aún se crea y que aún se enfrenta a las grisuras de la realidad.