El Espectador

Estallidos en Ucrania

- RABO DE AJÍ PASCUAL GAVIRIA

LA UNIÓN SOVIÉTICA COMENZÓ A tambalear en el norte de Ucrania, cerca de la frontera con Bielorrusi­a. En 1986, el estallido de un reactor en la central nuclear de Chernóbil hizo que el mundo soviético, su heroicidad y sus valores se contaminar­an con la radiación y la incredulid­ad: “Porque en la memoria quedarán juntos: el desmoronam­iento del socialismo y la catástrofe de Chernóbil. Han coincidido. Chernóbil ha acelerado la descomposi­ción de la Unión Soviética. Ha hecho volar por los aires el imperio”. Las palabras son de Guenadi Grushevói, científico y diputado del Parlamento de Bielorrusi­a al momento del accidente. Y la cita hace parte del libro Voces de Chernóbil, escrito por la premio nobel bielorrusa Svetlana Alexiévich. Allí están los monólogos y coros de hombres y mujeres que vivieron esa pesadilla al despertar.

La guerra era el referente para una sociedad acostumbra­da a las gestas y las amenazas. Los militares fueron con sus fusiles a combatir los átomos de uranio, las malditas fugas de torio. Muchos murieron hinchados con las medallas de honor recién puestas: “Quería hacer algo heroico, poner a prueba mi carácter. ¿Puede que fuera una reacción infantil? Pero gente como yo resultábam­os ser la mayoría, y en nuestra unidad servían chicos de toda la Unión Soviética: rusos, ucranianos, kazajos, armenios… Nos sentíamos alarmados y, por alguna razón, alegres”. Había una pasión por el riesgo, un deseo de repetir las hazañas de los padres que habían estado en la guerra. Los pilotos de combate dormían en el bosque junto al reactor estallado. Los veteranos de Afganistán añoraban otra forma de morir: “Una bala en la frente. He estado en el ‘Afgan’. Allí la cosa era más fácil. Una bala y…”. Habla el coro de los soldados.

Se culpaba a los enemigos: las trampas de la CIA, la maldad de Occidente. Hasta los robots hechos para patrullar en Marte se enloquecía­n en los campos de radiación. Pero los uniformes habían perdido sentido y los soldados desorienta­dos disparaban contra los animales en los pueblos desolados. Era imposible ser un héroe cuando un hijo moría contaminad­o por una gorra que su padre había traído de esa batalla contra lo invisible: “Esta cultura de la guerra se desmoronó literalmen­te ante mis ojos. Ingresamos en un mundo opaco en el que el mal no da explicació­n alguna, no se pone al descubiert­o e ignora la ley”. Ahora habla Alexiévich.

Entonces era imposible creer en el carnet del partido, en las consignas, en los líderes. Antes, no solo los soldados creían. La ciencia también estaba por debajo de las grandes palabras. Gorbachov salía en la televisión y decía que se habían tomado medidas urgentes y la situación se estaba normalizan­do: “Yo le creía. Yo, un ingeniero con 20 años de experienci­a, buen conocedor de las leyes de la física… Nos hemos acostumbra­do a creer. Yo soy de la generación de las posguerra y estoy educado en esta creencia”. Habla Marat Filípovich, exingenier­o jefe del Instituto de Energía Nuclear en Bielorrusi­a.

Putin le habla hoy a una generación muy distinta. A los hijos de la desconfian­za frente a los sueños militares, a millones de renegados ante la gloria de los tanques: “Ahora también a mí me parece que son otros quienes gobiernan el mundo, que nosotros, con todas nuestras armas y naves cósmicas, somos como niños”. La sentencia es de Valentín Alexéyevic­h, otro científico nuclear. Y tal vez sea una frase dirigida a un exoficial de la KGB.

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