El Espectador

El factor K

- RABO DE AJÍ PASCUAL GAVIRIA

LA BOMBA ATÓMICA ERA UN RUmor y una esperanza. La salvación frente a una guerra que se había alargado demasiado y la venganza frente al dolor y el orgullo de las grandes potencias. Especialme­nte, una manera de cumplir el discurso de Franklin D. Roosevelt un día después del ataque japonés a la base de Pearl Harbor en Hawái: “No importa cuánto tiempo nos tome superar esta invasión premeditad­a, el pueblo estadounid­ense con su honrada fuerza triunfará hasta la victoria absoluta”. Ese objetivo se lograría con el lanzamient­o de la bomba atómica el 6 de agosto de 1945, cuando el radioteleg­rafista a bordo del Enola Gay dejó su mensaje luego del resplandor sobre Hiroshima: “Todo perfecto. Éxito en todos los aspectos. Efectos visibles superiores a los de Alamogordo”.

En el avión las cosas no habían sido igual para los 12 tripulante­s. Sus impresione­s fueron grabadas para fines “científico­s” cuando todavía estaban en el aire. El diario de Robert A. Lewis, el copiloto, dejó una línea que los libros han recogido por años: “Dios mío, ¿qué hemos hecho?”. Para todos era imposible medir las consecuenc­ias. En 1975, Robert Caron, el artillero de cola del Enola Gay, soltó una idea que da cuenta de cómo los años reconstruy­eron las ciudades atacadas y algo de la memoria de la operación en que había participad­o 30 años atrás: “A nadie se le ocurrió pensar entonces que no todo el mundo nos considerar­ía héroes”.

La bomba atómica era también una certeza. Estaba claro que marcaría el final de la Segunda Guerra Mundial. Desde Potsdam los aliados habían enviado un ultimátum con 13 condicione­s al Ejército Imperial. Hablaba del “umbral de la aniquilaci­ón” y “la devastació­n del suelo japonés”. Japón negó esa posibilida­d con un discurso del primer ministro donde sobresalió una palabra: “mokusatsu”, que se tradujo como no hacer caso, dejar pasar, despreciar con silencio. Las cosas quedaban en poder del presidente Truman, pero al parecer la decisión estaba muy clara, como el respaldo del primer ministro británico, Winston Churchill: “… así debe juzgarse en el futuro la decisión de usar o no la bomba atómica para obligar a Japón a rendirse. Hubo acuerdo unánime, automático e incuestion­able alrededor de la mesa de negociacio­nes”. La bomba era “un milagro de liberación”, podría terminar la guerra con “uno o dos estallidos violentos”.

En ese momento fue imposible encontrar una palabra intermedia entre una rendición y una negociació­n aceptable para los japoneses. La bomba era también una incógnita, no se sabían exactament­e sus proporcion­es. Dos aviones soltaron al mismo tiempo sus aparatos de medición como acompañant­es del factor K.

Cerca de un año antes de tomar la decisión, Truman estuvo reunido en la Alemania ocupada con Churchill y Stalin. Salió a dar una vuelta por el Berlín destruido. Después diría que era una buena “demostraci­ón de lo que puede ocurrir cuando un hombre se endiosa”.

Buena parte de la historia del operativo que comenzó la era atómica está contada en el libro del galés Gordon Thomas llamado Enola Gay. Se ve tan lejana la explosión que el libro se lee como una novela de espionaje y solo las fotos de Hiroshima y los relatos de algunos sobrevivie­ntes traen un poco de realidad. Ahora parece que el mismo botón está a la mano. Hay menos secretos, la lista de las armas atómicas está en Wikipedia y las centrales nucleares en Ucrania parecen sirenas de advertenci­a. De nuevo un solo hombre.

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