Tres novelas de Penelope Fitzgerald
LA PRIMERA NOVELA DE PENELOpe Fitzgerald que tuvo una cierta repercusión crítica fue La librería (1978). Finalista del Booker Prize —y adaptada al cine en 2017 por Isabel Coixet: en los papeles protagónicos figuran Emily Mortimer, Bill Nighy y Patricia Clarkson—, la novela reconstruye la odisea de Florence Green a la hora de abrir una librería en Hardborough, un pueblo ficticio en las costas del condado de Suffolk.
A Florence, como a cualquier forastero, le dan una bienvenida hostil y esa hostilidad se acrecienta con el paso de los días. Por eso solo se le acercan para anunciarle el inminente fracaso del negocio: los libros, o cualquier novedad dentro del ecosistema comercial del pueblo, a nadie le interesan. Un personaje secundario una tarde le dice: “Todos han perdido el deseo por las rarezas”. Este tipo de advertencias (y algunas amenazas burocráticas) no detendrán a Florence: insomne perpetua, viuda y poco diestra en los negocios. Así, inaugurará por todo lo alto la librería y contratará como ayudante a una niña de 14 años muy indisciplinada en el colegio; entre las dos sacarán adelante el negocio y se atreverán incluso a vender sin pudor un libro llamado Lolita de Vladimir Nabokov.
Un año más tarde Fitzgerald publicó A la deriva (1979), cuya acción se concentra en una comunidad de Battersea Reach, a orillas del Támesis. Los personajes centrales son Nenna James, sus dos hijas y una barcaza carcomida por la humedad en la que viven desde hace tiempo y en la que se reúnen con mucha frecuencia los vecinos: cada uno, dueño de su propia barcaza, de sus angustias, de sus delirios, de sus obsesiones. Todos se han exiliado de la vida de la gran ciudad y sobrellevan su nueva “existencia acuática” sin invocar los triunfos del pasado. Con esta novela (oscura recreación autobiográfica de una prolongada estadía en esas mismas aguas) Fitzgerald al fin se ganó el Booker Prize.
Aunque lo mejor, a mi juicio, vendría unos años más tarde: (1986),
(1988, finalista una vez más del Booker Prize) y La flor azul (1995) configurarían sus llamadas “novelas extranjeras”: Italia, Rusia y Alemania. Es posible que la más célebre sea La flor azul, en la cual se reconstruye, a través de la figura de Novalis, la sensibilidad filosófica alemana de finales del siglo XVIII. De las tres, yo me quedo con El inicio de la primavera.
Es 1913. El clima de esa Rusia prerrevolucionaria se enrarece. Y la vida de Frank Reid, un impresor inglés, se desmorona de golpe aquella noche brumosa al regresar a su casa: su esposa lo ha abandonado llevándose de paso a sus tres hijos. ¿Por qué se ha ido? Reid se sumerge en el vacío. A partir de entonces se aferra a la compañía de su mejor amigo, seguidor confeso de Tolstói (la novela tiene, por cierto, un aire mucho más dostoievskiano), y de una muchacha encantadora que se encarga de darle un sentido al vacío de sus días.
En el prólogo de Inocencia, Julian Barnes afirma: “Los escritores, a la larga, son juzgados por las verdades que detectan en la condición humana y la maestría con la que representan esas verdades”. El tiempo ha juzgado ya la obra de Penelope Fitzgerald. Y ha emitido un veredicto triunfal.