Los últimos brujos
A PRINCIPIOS DEL SIGLO XVII SE ENcontraron dos hombres que estaban fatalmente ligados por los astros y las sombras, Johannes Kepler y Tycho Brahe. Los unían los astros porque ambos eran astrónomos, y las sombras porque ambos eran brujos, algo normal en ese siglo de traslapes, cuando la astrología estaba pariendo la astronomía; en los morteros y los hornillos del alquimista se cocinaba la química moderna; Dios se les escondía en resquicios aritméticos a los cabalistas, que empezaban a descubrir el álgebra; de los últimos filtros, los botánicos destilaban los primeros jarabes medicinales; los geománticos inventaban la mineralogía, y los nigromantes estudiaban las propiedades de los imanes y los rayos de los espejos.
Tycho Brahe era rico y vivía en la isla que le había regalado el rey de Dinamarca, en cuya corte ostentaba el cargo de astrónomo imperial. Tenía un observatorio astronómico completísimo, pero sin telescopio, instrumento que aún no se inventaba. Bebía a diario con amigos y mujeres, y trabajaba toda la noche porque sufría de insomnio. Era aficionado a la quiromancia. Tenía registros de la posición de más de mil estrellas. Sus instrumentos eran de oro. También la nariz, porque había perdido la suya en una pelea de taberna.
Kepler vivía en Graz, Austria. Era un astrónomo pobre que se ganaba la vida haciendo horóscopos. Su madre era una viejecita fea y viperina que fue a parar a la cárcel acusada de brujería. Se salvó de la hoguera porque el inquisidor que llevaba su sentencia de fuego murió en las goteras de Graz aplastado por el árbol que derribó un rayo durante “una tormenta eléctrica seca, es decir, sin lluvia”, como reza secamente el diario de Kepler.
Brahe tenía la colección más numerosa y exacta de registros estelares del mundo, pero carecía del talento matemático necesario para ordenarlos en un corpus teórico coherente.
Las observaciones astronómicas de Kepler eran tan pobres como su casa y su “observatorio”, un sextante y un cuadrante artesanales, pero tenía un genio geométrico agudísimo. Así descubrió, con dolor, que las órbitas de los planetas no seguían trayectorias circulares sino unas horribles deformaciones ovoides del círculo. Encontró también que el cuadrado de los períodos de los planetas guardaba una relación directa con el cubo de sus distancias al Sol.
Brahe buscaba a un geómetra. Kepler necesitaba observaciones exactas. Como no se conocían y vivían muy lejos, intervinieron los astros. Kepler salió de Graz huyendo de la peste y se radicó en los suburbios de Praga. Brahe salió de Dinamarca para su nombramiento como astrónomo imperial de Praga. Se conocieron en una taberna y Brahe contrató a Kepler como “segundo matemático”.
“Las fuerzas que los arrastraron por media Europa hasta Praga pueden explicarse como un milagro del azar, pero es obvio que allí operó la fuerza de gravedad de la historia”, escribió sin vacilaciones Arthur Koestler.
La relación entre los dos hombres fue tensa. Brahe solo le proporcionaba a Kepler los datos indispensables para su trabajo, y al monástico Kepler le resultaban insoportables las mundanas costumbres de Brahe.
Cuando Brahe murió en 1601, la familia y sus mujeres se disputaron los instrumentos y las propiedades. Kepler se limitó a reclamar un rumazo de folios repletos de números y diagramas, el verdadero tesoro de Brahe.
Con esta información, Kepler trazó unos mapas estelares espléndidos que pusieron en evidencia la rusticidad de los trabajos de Copérnico y Galileo, y le dejaron la mesa servida a Newton.
Kepler murió a los 59 años. Seguía pobre, estaba ciego y padecía demencia senil. En su diario había escrito: «Medí los cielos, ahora mido las sombras».