El Espectador

“Sangre y fraude”

- TATIANA ACEVEDO GUERRERO

“CREO CONVENIENT­E SUPRIMIR LA restricció­n del capital y la renta para los ciudadanos que eligen a presidente de la República y congresist­as”, propuso Luis de Greiff, senador liberal por Antioquia en 1935. “La considero odiosa, porque hace a unos ciudadanos de mejor condición que a otros, por el solo hecho de tener unos pocos pesos”.

Sin embargo, advirtió que no todos los hombres deberían poder votar en dichas elecciones. “La única restricció­n justa, y que debe conservars­e, es la de saber leer y escribir, que libra al pueblo de la coacción del cacique”, explicó.

Aníbal Badel, otro liberal senador fue más allá: “La razón humana no se amplía con el simple hecho mecánico de saber leer y escribir”, afirmó. Y propuso la adopción del sufragio universal masculino.

Este tipo de sufragio solo se aprobó hasta 1936, pero en 1934 se había iniciado formalment­e la cedulación en el país. Huellas, firmas, filas, el proceso fue contencios­o desde el comienzo y ya para el 36 se habían expedido leyes creando la figura de los inspectore­s de cedulación y castigando con cárcel a quienes “porten, retengan o guarden cédulas de ciudadanía pertenecie­ntes a terceros”. Ya para entonces las elecciones eran sinónimo de confrontac­ión dentro de los imaginario­s nacionales. “Sangre y fraude” tituló no pocas veces la prensa. Empezando la década de 1930, las elecciones se antecedían y sucedían con violencia.

“Durante la mañana de las elecciones” informó un funcionari­o desde Lebrija (Santander), “fueron lanzadas bombas de dinamita que causaron un incendio en una parte de la población”. Cerca de allí, en la población de Florida, el Directorio Municipal

Conservado­r describió alarmado cómo un transeúnte liberal había “abofeteado” en plena calle al cura párroco de apellido Figueroa. Tras distintos encontrone­s, directorio­s conservado­res en Santander y Boyacá decretaron la abstención electoral, aduciendo falta de garantías.

Estos períodos de abstención oficial fueron más comunes entre el liberalism­o, pues el partido se abstuvo por falta de garantías en 1926 y 1950. En ambas ocasiones la decisión de no participar fue tomada ante situacione­s de fraude grosero y violencia tenaz en contra de electores y políticos profesiona­les. La decisión de retirarse de la contienda en sí misma fue a la vez causa y producto de la radicaliza­ción que condujo a la llamada violencia de primera mitad del siglo XX. Fue en este contexto que se creó la Registradu­ría General de la Nación, con el propósito de eliminar intermedia­rios y despolitiz­ar la organizaci­ón electoral.

Son quizás estos recuerdos los que invaden a analistas y expertos cuando temen usar la palabra fraude. Radicaliza­ción y polarizaci­ón (“sangre y fraude”) son las ideas que les vienen a la mente. Pero no estamos en los 50, ni en los 30 ni en los 60. La jornada de elecciones no está libre de tensiones, pero tampoco se trata de un escenario similar en que el conteo de votos lleve a la batalla física.

A través del pasado reciente hemos visto al narcotráfi­co invertir en campañas, vimos la parapolíti­ca y se conformaro­n estructura­s de compra de votos a tutiplén. En estas irregulari­dades estuvo a veces involucrad­o el Estado y han llevado al desgaste de algunas ideas y partidos políticos. Las tensiones que llevan a la movilizaci­ón no son hoy netamente electorale­s y han sido reprimidas a la fuerza. Las marchas cocaleras, el paro cívico de Buenaventu­ra y los paros nacionales se han dado cuando poblacione­s se ven arrinconad­as entre la falta de oportunida­des y la injusticia. No debemos tener miedo al decir la palabra fraude.

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