Cambio de rumbo
Si se observan las necesidades que tiene el país para su desarrollo socioeconómico y se confrontan con el tipo de educación superior que se está impartiendo, las brechas pueden resultar peores que las del sistema educativo actual en materia de equidad.
Por ejemplo, como el resto del mundo, Colombia necesita cada vez mayores fuentes de aprovisionamiento para su alimentación y sostenimiento, y el nuestro es por excelencia un país agrícola, por su dotación natural y posición geográfica. Sin embargo, la oferta académica en carreras universitarias relacionadas con las ciencias agrarias no supera el 1,9 %, de las cerca de 3.000 carreras profesionales que se diploman en el país.
Es claro que en un sistema de educación mixto como el colombiano, en el que solo el 28 % de las Instituciones de Educación Superior (IES) son públicas, la oferta privada está ligada a la demanda de estudiantes, y esta solo puede crecer si hay inversión, en este caso, en el agro. Así que el viejo cuento del huevo y la gallina (¿cuál fue primero?) se repite en el interminable ciclo de la desindustrialización agrícola nacional: como no hay inversión en desarrollo rural, no hay investigación ni propuesta tecnológica y de capital humano especializado desde la academia.
Lo que sucede es que el esfuerzo estatal en la educación no se puede igualar al del emprendimiento privado ni debe responder solo a las coyunturas de los mercados laborales, sino que se debe enfocar en desarrollar la vocación y las capacidades de la población hacia la ruta competitiva que el país proyecte en su mediano y largo plazo.
Será necesario que el nuevo Gobierno se concentre decididamente en proveer recursos e incentivos que faciliten la transferencia tecnológica agroindustrial en las zonas en las que justamente más se requiere infraestructura educacional y personal docente altamente calificado. Se deben revisar las caracterizaciones de la población y el inventario y la potencialidad de los recursos de los territorios, que conlleven a un replanteamiento de los programas de formación en las regiones y, sobre todo, de su priorización estratégica y asignación presupuestal.
Pero el problema de la formación profesional para el agro no se limita a lo tecnológico. Como en el resto de la industria colombiana, el común denominador para lograr competitividad se centra en la necesidad de desarrollar capacidades y competencias en los propietarios y directivos de las medianas, pequeñas y microempresas —muchas de ellas unipersonales— para la implementación de prácticas asociativas. Es allí donde radica otra de las grandes fallas educativas, en este caso en las ciencias económicas y administrativas (pregrados y posgrados): la falta de foco para la aplicabilidad en las mipymes, que representan más del 92 % de la empresa nacional. Es fundamental enfatizar en opciones e intensidades curriculares que incentiven y sistematicen la construcción de experiencias nacionales en la formación de redes de valor, clústeres, minicadenas productivas, desarrollo local… es decir, todas aquellas estrategias y formas asociativas para que las ventajas de nuestro superdotado país pasen de ser comparativas a ser competitivas. Se necesita un cambio de rumbo.