Tarjetas de visita
Si la mejor recomendación para los hombres de negocios japoneses que viajan a países latinos es que dejen en la maleta su meticulosa puntualidad (para no morir de angustia), el primer consejo para cualquier comerciante extranjero en Japón es nunca asistir a una reunión sin llevar su tarjeta de visita.
Impresa con el nombre, la ocupación y los datos de contacto, la tarjeta de visita es una herramienta indispensable cuya carencia u olvido es una falta de respeto equiparable a otro pecado capital en Japón: llegar tarde a una cita.
Aunque existen ya aplicaciones digitales, el intercambio de tarjetas físicas continúa. Sustituyen los apretones de manos y ayudan a romper el hielo con comentarios halagüeños sobre la dirección de la empresa o el color del logotipo.
En reuniones de dos grupos se colocan sobre la mesa las tarjetas recibidas en el mismo orden en el que están sentados los interlocutores. Basta leer la tarjeta de la persona que toma la palabra para constatar, como si fuera un subtítulo televisivo, que estamos escuchando a Fulanito de tal, gerente de ventas.
Quienes vivimos y trabajamos en Japón, acumulamos cada año centenares de tarjetas y, como si fuera un álbum de fotos, volvemos a ellas para refrescar encuentros. De vez en cuando se eliminan, tirando a la papelera, contactos que nunca volvimos a ver, aquellos que cambiaron de oficio, de dirección o dejaron el país, o este mundo.
En mi tarjetero informal, compuesto de cajas de cartón, atesoro una vieja tarjeta que dice “García Márquez”, perteneciente al director de una boutique de Tokio que lleva décadas vendiendo ropa femenina de supuesta inspiración macondiana.
La mostraba a mis amigos y me jactaba de poseer un raro espécimen, hasta que un colega me reveló que guardaba la tarjeta de un miembro de la yakuza, la temible mafia japonesa.
Desde mediados del siglo pasado, la policía censa las pandillas, permite que tengan oficinas identificadas con sus emblemas y que impriman tarjetas de visita.
En años recientes, sin embargo, las autoridades piden a los mafiosos modificar su protocolo de presentación, pues finalmente se dieron cuenta de que entregar una elegante tarjeta con un nombre equivalente a “Ndrangheta S.A., jefe de cobros”, equivalía a un acto de intimidación.
Un bandido se quejó en una entrevista de que ser yakuza sin tarjeta era como vender hamburguesas de McDonald’s sin poder mostrar los arcos amarillos de la firma americana.
Hoy las tarjetas de la mafia nipona son un cotizado fetiche y en internet se llegan a subastar por unos US$300 la unidad. El vendedor nunca especifica si los dueños originales cambiaron de oficio o dejaron el país, o este mundo. Ni cómo.