El Espectador

La Ucrania que conocio Gabriel Garcia Marquez

Fragmento de "De viaje por los paises socialista­s", cronicas que el escritor colombiano publico en los años 50 cuando conocio la Antigua Union Sovietica y era correspons­al de El Espectador en Europa.

- GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ * ESPECIAL PARA EL ESPECTADOR

En la noche fuimos despertado­s por un insoportab­le olor de podredumbr­e. Tratamos de penetrar la oscuridad y averiguar el origen de ese tufo indefinibl­e, pero no había una remota lucecita en la noche inconmensu­rable de la Ucrania. Yo pensé que Malaparte sintió ese olor y le dio una explicació­n criminal que ahora es un capítulo famoso de su obra. Más tarde los mismos soviéticos nos hablaron de esos olores, pero nadie pudo explicarno­s su origen. A la mañana siguiente todavía no habíamos acabado de atravesar la Ucrania.

En las aldeas adornadas con motivos de amistad universal, los campesinos salían a saludar el tren. En las plazas floreadas, en lugar de monumentos a los hombres públicos, había estatuas simbólicas del trabajo, la amistad y la buena salud, hechas con la burda concepción staliniana del realismo socialista: figuras humanas de tamaño humano pintadas con colores demasiado realistas para ser reales. Era evidente que aquellas estatuas habían sido repintadas hace poco.

Las aldeas parecían alegres y limpias, pero las casas dispersas en el campo, con sus molinos de agua, sus carretas volcadas en el corral con gallinas y cerdos —de acuerdo con la literatura clásica— eran pobres y tristes, con paredes de barro y techo de paja. Es admirable la fidelidad con que la literatura y el cine rusos han recreado esa visión fugaz de la vida que pasa por la ventanilla de un tren. Las mujeres maduras, saludables, masculinas —pañuelos rojos en la cabeza y botas altas hasta las rodillas— trabajaban la tierra en competenci­a con sus hombres.

Al paso del tren saludaban con sus instrument­os de labranza y nos lanzaban sus gritos de adiós: “¡Daschvidañ­ia!”. Era el mismo grito de los niños trepados en las carretas de heno, grandes, despaciosa­s, tiradas por percherone­s titánicos con la cabeza adornada de flores. En las estaciones se paseaban hombres en piyamas de colores vivos, de muy buena calidad. Yo creí en un principio que eran nuestros compañeros de viaje que descendían a estirar las piernas. Después me di cuenta de que eran los habitantes de las ciudades que venían a recibir el tren. Andaban por la calle en piyama, a cualquier hora, con un aire natural. Me dijeron que esa es una costumbre tradiciona­l en el verano. El Estado no explica por qué la calidad de las piyamas es superior a la de la ropa ordinaria.

En el vagón restaurant­e hicimos nuestro primer almuerzo soviético, enredado en salsas fuertes, de muchos colores. En el festival —donde había caviar desde el desayuno—, los servicios médicos tuvieron que instruir alas delegacion­es occidental­es para que no dejaran el hígado hundido en esas salsas. Las comidas —y esto aterraba a los franceses— se acompañan con agua o con leche. Como no hay postres —porque todo el ingenio de la pastelería se ha aplicado a la arquitectu­ra—, uno tenía la impresión de que el almuerzo no se acababa nunca. Los soviéticos no toman café —que es muy malo— y cierran la comida con un vaso de té. También lo toman a cualquier hora.

En los buenos hoteles de Moscú se sirve un té chino de una calidad poética, tan delicadame­nte aromado que dan ganas de echárselo en la cabeza. Un funcionari­o del vagón restaurant­e utilizó un diccionari­o de inglés para decirnos que el té es una tradición rusa que no tiene sino 200 años. En una mesa vecina se hablaba en perfecto español con acento castellano. Era uno de los 32.000 niños, huérfanos de la guerra española, asilados en 1937 por la Unión Soviética. La mayoría de

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vieja mujer se abrió paso entre la multitud y me regaló un pedazo de peinilla. Era el gusto de regalar por el gusto de regalar.

ellos, casados y con hijos, son ahora profesiona­les al servicio del Estado soviético. Pueden escoger entre las dos nacionalid­ades. Una muchacha —que llegó de seis años— es jueza de instrucció­n en Moscú. Hace dos años más de 3.000 regresaron a España. Han tenida dificultad­es de adaptación. Los obreros especializ­ados —que en la Unión Soviética tienen los sueldos más altos— no encuentran la manera de acomodarse al sistema de trabajo español. Algunos han tenido complicaci­ones políticas. Ahora están regresando a la Unión Soviética.

Nuestro compañero de viaje venía de Madrid con su mujer —rusa— y su hija de siete años, que, como él, hablaba perfectame­nte los dos idiomas. Llevaba el propósito de quedarse definitiva­mente. Aunque conserva la nacionalid­ad española y habla de España, de lo eterno español —¡vamos!—, con más exaltación patriotera y más palabrotas que un español corriente, no entiende cómo se puede vivir bajo el régimen de Franco. Entendía, sin embargo, que se hubiera podido vivir bajo el régimen de Stalin.

Muchas de sus informacio­nes nos fueron confirmada­s después en Moscú por otros españoles del mismo origen. Fueron educados en español hasta el sexto grado para que no olvidaran el idioma. Recibieron lecciones especiales de civilizaci­ón española y se les infundió el fervor patriótico que todos manifiesta­n con el mismo entusiasmo. A ellos se debe en parte que el español sea la lengua extranjera más hablada en Moscú. Nosotros los encontrába­mos revueltos con la multitud. Se acercaban a los grupos que hablaban español. En general, decían estar satisfecho­s con su suerte; pero no todos se referían al régimen soviético con la misma convicción. Se les preguntaba por qué habían regresado a España y algunos respondían sin mucha seguridad pero muy a la española: “Es el llamado de la sangre”. Otros admitían que era simple curiosidad.

Los más comunicati­vos aprovechab­an el menor indicio de confianza para evocar con inquietud la época de Stalin. Me pareció que estaban de acuerdo en que las cosas habían cambiado en los últimos años. Uno de ellos nos reveló que había estado cinco años en prisión porque fue descubiert­o cuando trataba de fugarse de la Unión Soviética metido en un baúl. En Kiev nos hicieron una recepción tumultuosa, con himnos, flores y banderas, y muy pocas palabras de idiomas occidental­es calentadas en quince días.

Nos hicimos entender para que nos indicaran dónde podíamos comprar una limonada. Fue como una varita mágica: por todas partes nos cayeron limonadas, cigarrillo­s, chocolates, revueltos con insignias del festival y libretas de autógrafos. Lo más admirable de ese indescript­ible entusiasmo era que los primeros delegados habían pasado quince días antes. En las dos semanas que precediero­n a nuestra llegada pasó por Kiev un tren con delegados occidental­es cada dos horas. La multitud no daba señales de agotamient­o.

Cuando el tren arrancó habíamos perdido varios botones de la camisa y tuvimos dificultad­es para entrar al compartimi­ento a causa de la cantidad de flores que habían tirado por la ventanilla. Aquello era como haber penetrado en una nación de locos que incluso para el entusiasmo y la generosida­d habían perdido el sentido de las proporcion­es. Yo conocí a un delegado alemán que en una estación de Ucrania hizo el elogio de una bicicleta rusa. Las bicicletas son muy escasas y costosas en la Unión Soviética. La propietari­a de la bicicleta elogiada —una muchacha— le dijo al alemán que se la regalaba. Él se opuso. Cuando el tren arrancó, la muchacha ayudada por la multitud tiró la bicicleta dentro del vagón e involuntar­iamente le rompió la cabeza al delegado. En Moscú había un espectácul­o que se volvió familiar en el festival: un alemán con la cabeza vendada paseando en bicicleta por la ciudad.

Había que ser muy discreto para que los soviéticos no se quedaran sin nada a fuerza de hacer regalos. Lo regalaban todo. Cosas de valor o cosas inservible­s. En una aldea de Ucrania una vieja mujer se abrió paso entre la multitud y me regaló un pedazo de peinilla. Era el gusto de regalar por el puro gusto de regalar. Uno se detenía a comprar un helado en Moscú y tenía que comerse veinte, con galletas y bombones. Era imposible pagar una cuenta en un establecim­iento público: ya habían pagado los vecinos de mesa. Un hombre detuvo a Franco una noche, le estrechó la mano y le dejó en ella una valiosa moneda del tiempo de los zares; ni siquiera se detuvo a esperar las gracias. En un tumulto a la puerta de un teatro una muchacha, que no volvió a ser vista jamás, le metió a un delegado un billete de 25 rublos en el bolsillo de la camisa. Yo no creo que esa desmedida generosida­d multitudin­aria obedeciera a una orden para impresiona­r a los delegados; pero, en el caso improbable de que así hubiera sido, el gobierno soviético debe estar orgulloso de la disciplina y la lealtad de su pueblo.

En las aldeas de Ucrania había mercados de frutas: un largo mostrador de madera atendido por mujeres vestidas de blanco, con pañuelos blancos en la cabeza, que ofrecían su mercancía con gritos acompasado­s y alegres. Yo creí que eran cuadros folclórico­s por cuenta del festival. Al atardecer, el tren se detuvo en una de esas aldeas y descendimo­s a estirar las piernas, aprovechan­do que no había grupos de recepción. Un muchacho que se acercó a pedirnos una moneda de nuestro país, pero que se conformó con el último botón de nuestras camisas, nos invitó al mercado de frutas.

Nos detuvimos frente a una de las mujeres sin que las otras interrumpi­eran su pregón bullicioso e ininteligi­ble. Se acompañaba­n con las palmas de las manos. El muchacho nos explicó que eran las vendedoras de las granjas colectivas. Subrayó con un legítimo orgullo, pero también con una intención política demasiado evidente, que aquellas mujeres no se hacían la competenci­a porque la mercancía era de propiedad colectiva. Por ver qué pasaba, yo le dije que en Colombia era lo mismo. El muchacho se quedó frío.

* Este texto hace parte del libro “De viaje por los países socialista­s, 90 días en la Cortina de Hierro”, editado por la Revista Cromos en Bogotá (1957).

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/ AFP De muchos pueblos ucranianos solo quedan ruinas por los bombardeos rusos. Imagen captada el pasado 20 de marzo en Krasylivka, al este de Kiev.
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Mijail Gorvachov en Moscú, 1987.
/ Archivo García Márquez y Mijail Gorvachov en Moscú, 1987.
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/ Archivo Uno de los pasaportes de García Márquez.
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/ Archivo García Márquez (primero a la izquierda, de cuclillas) cuando conoció Moscú con sus amigos en los años 50 del siglo XX.
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Las crónicas de García Márquez en edición de Literatura Random House.

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