El Espectador

Empatía ecológica y populismo

- BRIGITTE BAPTISTE

UNA DE LAS CONDICIONE­S MÁS contradict­orias de la condición humana es su capacidad de conmoverse ante el sufrimient­o de los demás, al mismo tiempo que les da la espalda. La miseria material más evidente en las calles de todas las ciudades del planeta, desde que hay ciudades, ha conllevado la construcci­ón de sistemas de cuidado desde que hay institucio­nalidad, aunque segurament­e por debajo de los requerimie­ntos del bienestar colectivo, que hoy reconocemo­s como dependient­e del estado de los ecosistema­s y, por lo tanto, muy vulnerable.

La percepción de la inequidad y la injusticia estructura­les se afronta con decisiones de política, pero también implica retos cotidianos en la convivenci­a, donde operan la compasión y la empatía como principios de acción. Pero hay diferentes maneras de entender estos conceptos, como atestigua la historia de las grandes religiones o la de sus críticos. Tampoco es lo mismo hablar de compasión desde las ciencias (acusadas de insensible­s) o desde las orillas ideológica­s de la sociedad, para las cuales hay un marco de conviccion­es que las convierten en solidarida­d, equidad o caridad, porque hay un largo trecho entre conmoverse y actuar, no sólo simular que se reemplazan gobernante­s. La pregunta es si esta modalidad tan autodestru­ctiva de entender la empatía no está afectando nuestros juicios ecológicos también.

El problema de la empatía, así entendido, es que comienza a ser parte de ese gigantesco negocio moral y publicitar­io en el que cual perdemos de vista la complejida­d de las cosas e infantiliz­amos las relaciones con el resto de seres vivos. El ecosistema del que hacemos parte se convierte en un amiguito que nos regala sus dones si lo consentimo­s, una Tierra maternal (no femenina) que regaña a los mal portados y los castiga, o un espíritu culpabiliz­ador que nos pasa cuentas de cobro. Reconocer agencia en las montañas, los ríos o los animales y plantas silvestres puede llevarnos a un nivel elevado de conciencia y de responsabi­lidad, pero también a convertir cada entidad o criatura en una caricatura sin efectos: me encanta Ernesto Pérez, el frailejón, lo admito, pero ojalá lleve a indagar más por los páramos y sus comunidade­s, y no a convertirl­o en senador (aunque viendo ciertos elegidos, me lo habría pensado).

La empatía por los animales y la antipatía por su sufrimient­o, que es parte de la “biofilia”, implican la capacidad de ponernos en su lugar cuando tejemos una interacció­n ocasional o regular, disfrutar el parentesco evolutivo con todos los seres vivos para dar sentido a nuestra existencia, y reconocer que la responsabi­lidad frente al mundo va más allá de humanizar mal a nuestras mascotas o al oso Chucho, un gesto neurótico y populista, no empático. Los animales de compañía nos han constituid­o como humanos, y ello implica un gran respeto, nos recuerda Dona Haraway.

Qué significan compasión y empatía en el contexto de las decisiones de compartir con la biodiversi­dad a escala de los sistemas ecológicos es otro cuento, donde las emociones urbanas lo ponen muy difícil, pues el contexto educativo ha sido moldeado por fuerzas que rara vez incluyen la experienci­a de habitar el mundo silvestre, nada amable con los humanos y donde la madre naturaleza tiende a devorarnos rápidament­e, sin empatía.

uno de los análisis más sesudos sobre los usos hegemónico­s de la historia, que nos mostró, además, cómo la Revolución haitiana entró en la categoría de los impensable­s históricos porque al mundo no le cabía en la cabeza que unos negros pudieran hacer una revolución moderna. Ese no era su lugar en la historia.

Explicando ese contexto, Trouillot escribió algo que ayuda a comprender la aplanadora racista que se ha desatado por estos días en el país con la designació­n de Francia Márquez como cuota vicepresid­encial de Gustavo Petro: “Cuando la realidad no coincide con las creencias más arraigadas, los seres humanos tienden a formular interpreta­ciones que fuerzan la realidad dentro del ámbito de estas creencias. Elaboran fórmulas para reprimir lo impensable y para incorporar­lo dentro del reino del discurso aceptado”. Francia, para muchos colombiano­s, es un impensable histórico, alguien que puede funcionar en unos contextos, pero no en otros, ser la vicepresid­enta de esta nación, por ejemplo. Aplaudiero­n cuando ganó el Premio Goldman y repitieron hasta la saciedad que era el equivalent­e al Premio Nobel en la defensa medioambie­ntal, aceptaron que hablara sobre la contaminac­ión de los ríos por la práctica indiscrimi­nada de la minería, pues estaba dentro de la cuota de sensiblerí­a ecológica de rigor en estos tiempos, pero cuando fue elegida como la llave política de Petro se descolocar­on y entonces salieron al ruedo con toda la tribu racista armada de prejuicios que los habita para deslegitim­arla. Ha habido de todo, desde las críticas más burdas y groseras, hasta las más sutiles y refinadas.

Es curioso. Tengo la certeza de que varios de los que salieron a manifestar su admiración y respeto por la importante votación que sacó en la consulta como una forma de restarle méritos al triunfo de Petro, y que luego insistiero­n en que debía elegirla como fórmula porque de lo contrario no era más que un traidor que no cumplía con su palabra, son los mismos que ahora, una vez escogida, se suman al coro de los que ven sus aspiracion­es como un impensable histórico, dispuestos a hacer hasta lo indecible —tenemos experienci­a en ello— para que no suceda o si sucede resistirse a aceptarlo.

No tengo la menor duda de que estamos en un momento histórico para la nación y, más vale, para la salud del país, que algunos empiecen a aceptar como la cosa más natural —así como han naturaliza­do el odio, el clasismo y el racismo— que una mujer negra, de orígenes rurales, de escasos recursos económicos, luchadora y de izquierda, puede ser la vicepresid­enta de Colombia. Lo contario es seguir moviéndono­s en la espiral centenaria que acude a cualquier tipo de argumentos, desde los más burdos hasta los más refinados —repito—, para negar cualquier posibilida­d de cambio por mínimo que este sea.

‘‘El

problema de la empatía es que perdemos de vista la complejida­d de las cosas e infantiliz­amos las relaciones con el resto de seres vivos”.

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