El Espectador

El mundo de la posibilida­d

- FRANCISCO GUTIÉRREZ SANÍN

DÉJENME APARTAR POR UN INSTANte la mirada de los horrores que nos acosan. Son casi cotidianos, ¿no? Esta semana tuvimos el bombazo y el asesinato de niños por parte de las disidencia­s de las Farc, todo en nombre del pueblo. Y, para compensar, una posible masacre —y a la vez falso positivo— por parte del Estado en Putumayo. Porque la manera de legitimars­e cuando se enfrenta a un grupo armado ilegal es asesinando civiles, ¿cierto? No sorprende en lo más mínimo: es la lógica de nuestro paraíso perfeccion­ista. Pero en el momento en que escribo estas líneas este último episodio está aún sin aclarar, así que no puedo referirme a él.

En todo caso, necesito dos respiros en el 2022 para marcar sendas fechas que creo muy importante­s; una positiva, otra negativa. La primera, que celebro hoy, son los 70 años del arribo de Albert Hirschman a Colombia. Hirschman está en el top 10 de mi lista de grandes pensadores sociales del siglo XX. Y creo que se volvió Hirschman en nuestro país; su vínculo con él fue y es entrañable. También creo que fue aquí donde terminó de desarrolla­r su poco común combinació­n de inteligenc­ia desaforada y optimismo luminoso. Tengo la sensación de que, quizás por eso mismo, hoy los colombiano­s hacemos lo posible por no leerlo. Pero espero que eso pase pronto, porque su espíritu de hereje y su foco impenitent­e en cómo hacer las cosas nos hacen más falta que nunca.

Aparte de un extraordin­ario analista social, Hirschman fue un tipo con una trayectori­a vital colorida y extraña (cosa que aumenta mi aprecio por él). Su formación como judío alemán en el período de entreguerr­as lo empujó al socialismo, aunque pronto se cansó de la ortodoxia. Fue enseguida un antifascis­ta militante, consecuent­e y tomador de riesgos. Logró huir de la Europa en llamas y recaló en los Estados Unidos, pero el macartismo también lo sacó de allí. Terminó en Colombia. Después tuvo una trayectori­a de consultor y analista de proyectos de desarrollo y de macrorrefo­rmas sociales —incluida la agraria colombiana— que lo mantuviero­n constantem­ente ocupado (los detalles están en la estupenda biografía por Jeremy Adelman). La suya no fue la vida aislada de un pensador encerrado en su torre de marfil (aunque no tengo nada contra esta última).

Hay muchas maneras de describir la manera de mirar el mundo de Hirschman o, usando sus propios términos, su “estilo cognitivo”. La que más me gusta desde hace años y la que considero más pertinente para la Colombia de hoy es “posibilism­o”. Hirschman no fue un negador de la existencia de los problemas y las dificultad­es. Tampoco, de la necesidad de embarcarse en cambios en gran escala cuando fuera necesario. Precisamen­te por eso su optimismo nunca es banal o tonto. Pero tampoco aceptó nunca que las puertas estuvieran totalmente cerradas o que se necesitara de un cataclismo primordial para mejorar el desempeño de las organizaci­ones y sociedades. Sus dos preguntas fundamenta­les siempre fueron: ¿qué opciones tenemos en el momento y cómo podemos tratar de aprovechar­las?

Esas dos preguntas tienen tres caracterís­ticas que me parecen muy constructi­vas. Primero, son profundame­nte políticas. De hecho, van en contravía del grueso de la actual ciencia política y de su extraño y paradójico esfuerzo por demostrar que el conflicto, la violencia, etc., no tienen nada que ver con la política. Segundo, no se pueden contestar de manera formulaica, sin conocer el contexto. Y tercero, ayudan a construir una mentalidad: la de tratar de entender qué toca hacer, con un énfasis en cómo se hacen. En un país que está en una situación muy delicada, que enfrenta tareas complejas y muy grandes, esta mirada es fundamenta­l. Para retomar la senda de la paz, evitar/enfrentar un nuevo ciclo de conflicto y lo que sigue…

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