El Espectador

Ay, Colombia

- SANTIAGO GAMBOA

LA DERROTA DE LA SELECCIÓN en la clasificac­ión al Mundial de Catar es una muy buena metáfora de la vida nacional. Perdimos ganando, porque ganamos cuando era tarde. Esto significa ganar, sí, pero en un momento en que la victoria ya no tiene ningún valor. Es triste, es contradict­orio. Es una especie de destino, porque en el fondo lo nuestro ha sido siempre perder. Recordemos la famosa frase de Francisco Maturana: “Perder es ganar un poco”, que fue tal vez el enunciado filosófico más importante de los años 90. La misma tradición de frustració­n y derrota que gravitó sobre el cielo del país desde que tengo memoria y que tanto marcó mi infancia y adolescenc­ia: la sensación de vivir en un lugar pequeño, olvidado por todos, insignific­ante para el resto del mundo.

Las efímeras victorias de nuestros ciclistas en los años 80, sobre todo de Lucho Herrera, nos dieron la ilusión de un cambio. Luego el famoso 5-0 a Argentina que nos hizo soñar, hasta que la realidad del Mundial de Estados Unidos de 1994 nos devolvió a nuestro lugar, que no era otro que el de la fila de los perdedores, pues de ese equipo supuestame­nte arrollador no quedó nada, apenas una pobre victoria contra Suiza que, para variar, ya no sirvió de nada. La selección brilló sólo una vez y fue en el Mundial de Brasil, cuando la coronación del rey James I.

Así es la vida en este triste trópico donde perder ha sido siempre, desde el origen, una cuestión de método. Porque la historia de este país es una larga serie de pequeñas y grandes derrotas que, paradójica­mente, nos han hecho seguir adelante. ¿Cómo puede ser esto? Misterios criollos del Sagrado Corazón, pero lo cierto es que, a pesar de todo, vamos progresand­o de derrota en derrota. No debemos olvidar que somos la gran patria en la que nació Jorge Eliécer Gaitán, sí, pero también la que parió a sus asesinos. El país de Luis Carlos Galán y Guillermo Cano y Rodrigo Lara Bonilla, claro que sí, pero también de Pablo Escobar, que los mató. Colombia produce grandes hombres y a quienes acaban con ellos. Vio nacer a quienes permitiero­n el proceso de paz, pero también a los que se opusieron a él de forma enfermiza y decidieron “hacerlo trizas” cuando llegaron al gobierno.

En otras palabras: es un país con un grave trastorno de personalid­ad. La tierra del Dr. Jekyll y de Mr. Hyde. El destructor y el protector. El país de la tela de Penélope, que lo que teje de día lo desteje en la noche. Hacer y deshacer, crear y destruir. Eso es lo nuestro. Esa es, en el fondo, nuestra principal derrota: la incapacida­d de mantener lo ya logrado, de partir desde un escalón superior. No. Somos bíblicos, siempre empezando desde el origen. Acá el génesis se vive cada cuatro años y el apocalipsi­s cada semana, a veces cada día. Las elecciones que vienen, gane quien gane, dejarán una larga estela de perdedores que, frustrados, resentidos, se prepararán para volver al ataque en cuanto puedan, destruyend­o lo hecho por sus rivales. Porque somos hijos de todas las guerras, empezando por la de Troya, y somos hijos de todas las derrotas. Y porque hace ya mucho que fuimos expulsados del paraíso al que, en vano, intentamos volver una y otra vez, sin entender que el único paraíso posible podría estar ya entre nosotros, pero somos ciegos.

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