El Espectador

Sobre el cándido pueblo y los liberales desalmados

- JULIO CÉSAR LONDOÑO

SALVO DOS O TRES MOMENTOS LUMInosos, la historia del liberalism­o es casi tan ruin como la del conservati­smo. Hace años que estos partidos ni siquiera tienen candidatos propios y se limitan a reptar en el vecindario, sobarle el saco al cacao y luchar por la “lenteja de oro”, aunque conservan bancadas grandes porque son las hormigas de la política al detal: el puestico, el tamal, el concejal, el contrato y la jugadita. Repasemos la historia del Partido Liberal. En la segunda mitad del siglo XIX los liberales abolieron la esclavitud y organizaro­n la única reforma agraria exitosa del país. Mediando entre hacendados y colonos, los liberales radicales repartiero­n tierras en Santander, el país vallenato, el Eje Cafetero, Tolima, Valle, Cauca y Nariño. Así se formó el país campesino y hubo décadas de paz y buenas cosechas hasta que los conservado­res metieron la mano y lo arruinaron todo.

En los años 30 Alfonso López Pumarejo tiró rieles y durmientes, y construyó decenas de estaciones de tren bellísimas por todo el país. Inscribió al país en una órbita industrial y ambiciosa… pero tenía hijos más ambiciosos, terminó enredado en la maraña de los negociados de “los hijos del Ejecutivo” y dimitió en su segundo mandato.

Los Lleras fueron intelectua­les y distinguid­os y poco más. Lleras Camargo era amigo de Borges (se asestaron sendos homenajes en Bogotá y Buenos Aires) y fue arquitecto de ese acuerdo de bendita paz y de maldita exclusión que se llamó el Frente Nacional. Lleras Restrepo le robó las elecciones de 1970 a Rojas Pinilla y se las entregó a Misael Pastrana, hecho que acarreó una consecuenc­ia regular, la creación del M-19, y dos fatales: las presidenci­as de los Pastrana.

(Agradezco si algún lector me explica por qué el robo a un militar de derecha originó la creación de una guerrilla de izquierda).

A López Michelsen (uno de “los hijos del Ejecutivo”) se lo recuerda como el presidente que “ponía a pensar al país”, quizá para no tener que pensar mucho él mismo. Cuando Antonio Caballero le preguntó si se sentía responsabl­e de la ruina del país, en cuanto gran gurú de la oligarquía colombiana, respondió muy orondo: “Si fui responsabl­e, no me di cuenta”.

Turbay Ayala fue la tapa. Cuando había una crisis en el partido, Turbay no abría el debate, tomaba un bolígrafo (no había Excel entonces), repartía embajadas y chanfainas, y sofocaba el incendio, pero la podredumbr­e avanzaba bajo las alfombras rojas.

A Ernesto Samper, quizá el huésped más inteligent­e de la Casa de Nariño, se le fueron los cuatro años en 8.000 explicacio­nes. Lástima. Cuando lo acosan, el espaldón responde: soy inocente, yo los capturé (Uribe le copió: soy inocente, yo los extradité).

Y así llegamos al hombre que preside el crepúsculo del partido. Muchos le atribuyen a César Gaviria la paternidad de la Asamblea Constituye­nte del 91, que en realidad fue obra de los estudiante­s que la impusieron a voto limpio con “la séptima papeleta” en las elecciones del 90. Pero sí le debemos a Gaviria el congelamie­nto del presupuest­o real de la universida­d pública, la eliminació­n de la asignatura de Historia en la educación básica (materia deleznable para los gomelos que conformaba­n su sanedrín) y el impulso a la Ley 100 de la salud, el engendro de Uribe que introdujo la costosísim­a intermedia­ción de las EPS. La “apertura”, su maravillos­o “revolcón” económico, arruinó el campo y la industria nacionales.

Algunos sueñan con Petro y sus programas sociales, otros con Fico y sus limpiezas ídem, o con Fajardo, que no limpia ni ensucia nada, pero si el fiel de la balanza es el engendroid­e Gaviria, lo mejor es que todos abandonemo­s cualquier atisbo de esperanza.

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