A sangre fría
YA QUEDAN POCAS O NINGUNA DUDA razonable acerca de lo que sucedió el 28 de marzo pasado en Puerto Leguízamo. El evento, presentado como un gran golpe que el ejército propinaba a las disidencias, resultó ser una masacre. También una ejecución extrajudicial de personas desarmadas, entre ellas un niño, así como de líderes sociales (un presidente de acción comunal y su esposa, así como una autoridad indígena).
La espantosa matazón constituyó además un “falso positivo”. Como se sabe, el término tiene —esto es exclusivo de Colombia y es otro de los grandes favores que le debemos al actual equipo dirigente— la siguiente connotación: el asesinato de civiles para presentarlos como miembros de un grupo armado ilegal dados de baja en combate.
La insolencia homicida con la que Molano, el ministro de Defensa, defendió la operación no sólo revela la naturaleza del personaje, igualmente garantiza que estas cosas seguirán sucediendo mientras personas como él sigan en el poder. Dice Molano, en su jerga inconfundible (no es español), que los asesinados eran “narcococaleros”. Es la misma terminología con la que se ha estigmatizado a los cultivadores de coca, marihuana y amapola (que, a propósito, tienen asociaciones legales, producto en parte del Acuerdo de Paz). ¿Les está notificando Molano que los ha convertido en objetivo militar?
Les sugiero ahora que hagan un ejercicio de la imaginación y se pongan en los zapatos de los familiares de las personas asesinadas. Traten de sentir el efecto de esta estigmatización, cuando aún los cadáveres de sus seres queridos estaban calientes.
En fin: “así avanza la paz con legalidad”, según el orgulloso eslogan del Gobierno.
Se puede sustentar fácilmente que el actual equipo dirigente defiende a capa y espada, sin reatos, el derecho de matar civiles. Porque lo considera necesario: por ejemplo, debido a que las movilizaciones sociales, que aplaude en otros países, son terriblemente peligrosas y deben ser contenidas a través de “masacres con sentido social”. Porque le permite mostrarse como exitoso defensor del orden: como ha venido sucediendo con los siniestros falsos positivos. Porque hay miles y miles de civiles sospechosos, cuya vida por lo tanto es sacrificable: “quién sabe qué debería”. O simplemente porque puede. Es que el sagrado derecho de darle bala a la gente va generando un efecto de dote, que ofrece señales públicas elocuentes y gotea veneno desde las más altas posiciones hasta los niveles inferiores de la toma de decisiones dentro del Estado (también alienta a personajes y grupos que sueñan con reiniciar sus propios emprendimientos violentos).
Los mismos que alentaron este episodio y esta dinámica terrible, y que ahora en el mejor de los casos callarán frente a él (más probable es que bailen sobre las tumbas de las víctimas), nos dicen que si salen del poder en Colombia se acabará la democracia. No hay que suponer aquí que “el chiste se cuenta solo”; nada de lo que está ocurriendo es chistoso y la lógica subyacente no aparecerá si no hay quien la cuente.
Quiero entonces recordar que la política competitiva, si no tiene el correlato de una rigurosa protección de las vidas civiles, puede producir toda clase de horrores. Y que a un amplio espectro de perspectivas, preferencias y posiciones en Colombia y en la comunidad internacional no nos debería bastar que Duque trate de cubrir a su Gobierno violento con la última hoja de parra que le queda: la de defensor de Occidente contra los “otros”. Esa defensa habilitó a los talibanes, a Putin y a tantos otros. También en América Latina (la dictadura argentina, Noriega en Panamá, los contras nicaragüenses). Recuerden cómo terminó la cosa.
¿No será hora de comenzar a hablar claro y duro sobre lo que está pasando?