La sintomatología del fascismo
DE USARLAS TAN ALOCADAMENTE, ocurrió lo que tenía que ocurrir: las palabras “facha” y “nazi” perdieron su significado y hoy son el insulto fácil con el que cualquiera intenta marcar distancia con aquello que detesta. Eso podría no ser grave si el fascismo, como se creyó durante un tiempo, fuera una antigualla de la primera mitad del siglo XX, derrotado y condenado al olvido. Lamentablemente no es así. El fascismo no es un fenómeno circunscrito a un período histórico ni a un par de países, ni es la excéntrica nostalgia de grupos ultraderechistas. El fascismo es un impulso o una forma de entender el mundo que puede aparecer en cualquier lugar y en cualquier momento, que más nos vale entender y detectar.
Eso, claro, no es del todo fácil porque el fascismo en sus orígenes fue un sistema contradictorio. Digamos que la indefinición fue una de sus fortalezas adaptativas. Mussolini era ateo y pactaba con la Iglesia, era revolucionario y se vendía como antídoto a la revolución, sentía fascinación por la tecnología moderna y odiaba la modernidad, aborrecía el capitalismo pero podía convertir a sus partidarios en la nueva élite económica del país. Esa es la cuestión: el fascismo improvisa, seduce y amedrenta, todo con tal de permanecer en el poder. Y aunque es estratégicamente camaleónico y resbaladizo, hay síntomas reconocibles que indican su emergencia.
Uno de ellos, quizás el principal, es la perpetua sensación de humillación y ultraje. El fascista tiene una clara consciencia de que su vida no es lo que podría ser porque alguien ha frustrado sus anhelos, lo que su patria, su raza o su voluntad le tenían reservado. Las metáforas fascistas hablan siempre de heridas que no cierran, de victorias mutiladas o de capitulaciones humillantes. Y son siempre los otros, por lo general las potencias extranjeras, las élites tradicionales, los inmigrantes, los judíos o los traidores internos los culpables de la degradación nacional. Pudiendo ser una potencia, la nación no lo es debido a la indignidad y al efecto disolvente de sus enemigos.
El fascista pide por eso uniformidad y nacionalización de la masa. Detesta al hereje porque no se suma al esfuerzo colectivo y porque con su individualismo directa o indirectamente sirve a los intereses extranjeros. Contra estos elementos antagónicos cabe el recurso a la violencia y su uso se justificará apelando al mito y a los héroes vernáculos que en el pasado hicieron lo que ahora hace el fascista: defender la patria de los invasores. El fascista ve en la violencia y en el terror de la masa armas políticas no sólo legítimas, sino tremendamente útiles.
El fascista sentirá apego por la pureza ancestral de la raza, la etnia o la cultura, y odiará toda forma de contaminación e internacionalización de las costumbres. Creerá en el líder redentor, en los gremios y en el pueblo, pero desde luego no en el individuo y mucho menos en la pluralidad de un parlamento. El individuo, para él, no existe o es un mero epifenómeno de la colectividad. Su identidad se la da la nación y por eso deberá subordinarse al liderazgo que encarna la voz o el sentimiento del pueblo. Todos estos rasgos, lamentablemente, no son cosa del pasado. Hoy vuelven a palpitar y a insinuarse en cada esquina de Occidente. Basta con estar atentos para percibirlos.