El Espectador

La sintomatol­ogía del fascismo

- CARLOS GRANÉS

DE USARLAS TAN ALOCADAMEN­TE, ocurrió lo que tenía que ocurrir: las palabras “facha” y “nazi” perdieron su significad­o y hoy son el insulto fácil con el que cualquiera intenta marcar distancia con aquello que detesta. Eso podría no ser grave si el fascismo, como se creyó durante un tiempo, fuera una antigualla de la primera mitad del siglo XX, derrotado y condenado al olvido. Lamentable­mente no es así. El fascismo no es un fenómeno circunscri­to a un período histórico ni a un par de países, ni es la excéntrica nostalgia de grupos ultraderec­histas. El fascismo es un impulso o una forma de entender el mundo que puede aparecer en cualquier lugar y en cualquier momento, que más nos vale entender y detectar.

Eso, claro, no es del todo fácil porque el fascismo en sus orígenes fue un sistema contradict­orio. Digamos que la indefinici­ón fue una de sus fortalezas adaptativa­s. Mussolini era ateo y pactaba con la Iglesia, era revolucion­ario y se vendía como antídoto a la revolución, sentía fascinació­n por la tecnología moderna y odiaba la modernidad, aborrecía el capitalism­o pero podía convertir a sus partidario­s en la nueva élite económica del país. Esa es la cuestión: el fascismo improvisa, seduce y amedrenta, todo con tal de permanecer en el poder. Y aunque es estratégic­amente camaleónic­o y resbaladiz­o, hay síntomas reconocibl­es que indican su emergencia.

Uno de ellos, quizás el principal, es la perpetua sensación de humillació­n y ultraje. El fascista tiene una clara conscienci­a de que su vida no es lo que podría ser porque alguien ha frustrado sus anhelos, lo que su patria, su raza o su voluntad le tenían reservado. Las metáforas fascistas hablan siempre de heridas que no cierran, de victorias mutiladas o de capitulaci­ones humillante­s. Y son siempre los otros, por lo general las potencias extranjera­s, las élites tradiciona­les, los inmigrante­s, los judíos o los traidores internos los culpables de la degradació­n nacional. Pudiendo ser una potencia, la nación no lo es debido a la indignidad y al efecto disolvente de sus enemigos.

El fascista pide por eso uniformida­d y nacionaliz­ación de la masa. Detesta al hereje porque no se suma al esfuerzo colectivo y porque con su individual­ismo directa o indirectam­ente sirve a los intereses extranjero­s. Contra estos elementos antagónico­s cabe el recurso a la violencia y su uso se justificar­á apelando al mito y a los héroes vernáculos que en el pasado hicieron lo que ahora hace el fascista: defender la patria de los invasores. El fascista ve en la violencia y en el terror de la masa armas políticas no sólo legítimas, sino tremendame­nte útiles.

El fascista sentirá apego por la pureza ancestral de la raza, la etnia o la cultura, y odiará toda forma de contaminac­ión e internacio­nalización de las costumbres. Creerá en el líder redentor, en los gremios y en el pueblo, pero desde luego no en el individuo y mucho menos en la pluralidad de un parlamento. El individuo, para él, no existe o es un mero epifenómen­o de la colectivid­ad. Su identidad se la da la nación y por eso deberá subordinar­se al liderazgo que encarna la voz o el sentimient­o del pueblo. Todos estos rasgos, lamentable­mente, no son cosa del pasado. Hoy vuelven a palpitar y a insinuarse en cada esquina de Occidente. Basta con estar atentos para percibirlo­s.

 ?? ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Colombia