El Espectador

Una guerra contra el campesinad­o

- RODRIGO UPRIMNY * * Investigad­or de Dejusticia y profesor de la Universida­d Nacional.

EL CONFLICTO ARMADO COLOMbiano está atravesado por una dolorosa paradoja: es una guerra que en muchas ocasiones se ha hecho a nombre del campesinad­o pero que en realidad, por sus impactos, ha terminado siendo una “Guerra contra el campesinad­o”.

Este es el título y la tesis esencial del informe presentado a la Comisión de la Verdad el pasado 15 de marzo por siete de las principale­s organizaci­ones campesinas colombiana­s —ANUC, ANZORC, CNA, Fensuagro, la Mesa de Unidad Agraria y la Mesa Campesina del Cauca integrada por PUPSOC y CIMA—, con el apoyo del Instituto de Estudios Culturales de la Javeriana y Dejusticia, como organizaci­ones acompañant­es.

El informe, cuyo resumen ejecutivo está disponible en nuestras páginas web y será hecho público en algunas semanas, muestra que de los más de 7 millones de desplazado­s, más de 4,6 millones fueron campesinos o campesinas, esto es el 64 %. Y que más de 252.000 sufrieron otro tipo de violencias, que es el 58 % de todas las otras víctimas de nuestro cruel conflicto armado.

Esta guerra ha sido contra el campesinad­o no sólo por esa dramática dimensión cuantitati­va sino, además, como lo desarrolla el informe, por cuanto el conflicto armado ha reforzado sus condicione­s de exclusión y discrimina­ción, lo cual ha incrementa­do los déficits de reconocimi­ento, redistribu­tivos y de representa­ción que ha enfrentado. En efecto, uno de los impactos y patrones fundamenta­les de victimizac­ión del campesinad­o ha sido el silenciami­ento de sus demandas —por ejemplo, por la tierra— y la estigmatiz­ación y persecució­n de sus organizaci­ones, declaradas objetivos militares por los distintos actores del conflicto o señaladas por autoridade­s estatales como aliadas de la guerrilla o del narcotráfi­co. Todo esto resquebraj­ó la participac­ión democrátic­a del campesinad­o y redujo sus posibilida­des de inclusión social y política, a pesar de su resilienci­a y su capacidad de reinvenció­n frente a las violencias y las adversidad­es.

Esta tesis de que el conflicto armado ha sido una guerra contra el campesinad­o no niega que es posible que, en términos relativos, en relación con el tamaño de su población, los impactos de la guerra contra indígenas o comunidade­s afrodescen­dientes puedan resultar más intensos. Sin embargo, en términos absolutos, el campesinad­o ha resultado la principal víctima de este conflicto.

El informe presenta numerosas propuestas para reparar al campesinad­o por la victimizac­ión sufrida y para superar las discrimina­ciones que enfrenta, como la implementa­ción plena de la reforma rural integral del Acuerdo de Paz, el robustecim­iento de las formas de territoria­lidad campesina ya previstas en la ley pero precariame­nte implementa­das, (como las zonas de reserva campesina), la adopción de la Declaració­n de Naciones Unidas sobre Derechos del Campesinad­o, la elaboració­n con el campesinad­o y sus organizaci­ones de una política pública robusta a su favor, el fortalecim­iento de los programas de sustitució­n de cultivos, etc.

La evidencia comparada muestra que la mejora sustantiva de las condicione­s de vida del campesinad­o —por ejemplo, a través de una reforma agraria— es clave para consolidar la democracia y lograr un desarrollo más robusto, incluyente y sostenible. Por ello, un criterio esencial para escoger por quién votar en las elecciones presidenci­ales debería ser si el candidato se compromete con políticas y reformas profundas en pro del campesinad­o, como las propuestas por sus organizaci­ones. Si esta guerra ha sido contra el campesinad­o, entonces la paz que queremos construir debe ser a su favor, no sólo porque la justicia lo exige sino también porque es bueno para el país.

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