El Espectador

Ucrania y el diagrama de la época

- WILLIAM OSPINA

EN 1935 MARTÍN HEIDEGGER PROFEtizó que el tiempo se convertirí­a solo en velocidad, instantane­idad y simultanei­dad, y que el tiempo en tanto historia tendería a desaparece­r de la existencia de los pueblos.

Pero, como suele ocurrir cada vez que estalla una guerra, volvemos a sentir una urgente necesidad de conocer el pasado. Lo que tenemos que explicar hoy no es que haya amenazas de guerra nuclear, sino que durante 77 años hayan crecido de un modo tan suicida los arsenales nucleares.

El gran mal del momento no está en las tensiones de aldea entre católicos y ortodoxos en Ucrania, o en sus conflictos regionales entre amigos de Occidente y amigos de Rusia. Ni siquiera en la compleja psicología de Putin: la metamorfos­is de un niño abandonado en un adolescent­e solitario, de un funcionari­o indescifra­ble de la KGB en el nuevo Zar, y de la desintegra­ción del segundo imperio mundial de nuestro tiempo.

Lo que hay que entender es de qué modo, sobre una guerra que parece local, se proyectan las grandes tensiones planetaria­s: la amenaza nuclear, las mafias inmensas, las siniestras oligarquía­s, la rivalidad entre los imperios que declinan y las potencias que ascienden.

Estados Unidos tiene razón en condenar al país poderoso que aplasta al más débil, pero para ello tiene que callar sus propias culpas en Vietnam, en Irak y en Afganistán, y todavía faltan por explicar las aventuras previas de la familia Biden en Ucrania. Europa tiene razón en condenar los bombardeos infames, pero procura olvidar sus propias aventuras en el Medio Oriente y en Libia. Y nadie nos explica por qué cuando se desintegró el Pacto de Varsovia, la OTAN persistió en su hostilidad.

El patio de los pequeños se ha convertido en el campo de combate de los gigantes. Rusia muestra sus fauces de dragón en Ucrania como Estados Unidos lo hizo en Vietnam y en Irak. Y detrás de todo está China: la única que tiene poder de arbitraje, como lo demostró hace unos años, cuando les dijo a los dos países que se amenazaban, que si Norteaméri­ca atacaba primero a Corea del Norte, China la defendería, pero que si Corea del Norte atacaba primero, tendría que defenderse sola, con lo que el asunto quedó zanjado. China está dejando a Rusia hacer el trabajo sucio, mientras mira de reojo a Taiwán, que tarde o temprano será su objetivo.

Como una muñeca rusa, la madre Rusia está llena de rusias. Ese mosaico inmenso que es la Rusia de hoy está lleno de naciones que se han ido y que han vuelto, al soplo de los siglos y de las guerras.

Un día Vladimir Putin advirtió a la OTAN que no se acercara más a sus fronteras; otro día decidió apoderarse de Crimea; después reconoció la declaració­n de independen­cia de las naciones prorrusas de Ucrania; y finalmente ha dado un zarpazo sobre todo el país. Es siempre indignante ver el poderío de un gran imperio cayendo sobre un país pequeño e intentando aplastarlo. Llevamos casi dos meses enfrentado­s a la evidencia atroz de la guerra, con sus masacres y sus fugitivos, sus alarmas y sus bombardeos.

Pero al asomarnos a la historia vemos que hay guerras dentro de las guerras, que los conflictos locales revelan las grandes tensiones mundiales, que todo nace de profanacio­nes antiguas y de tercas repeticion­es. Aprendemos que Ucrania fue la primera Rusia y Kiev su primera capital; que la ambición de construir en la estepa un gran imperio ya estaba en Pedro el Grande y en Catalina, en los Alejandros y los Romanov, en Lenin, en los soviets y en el tenebroso José Stalin.

Que tampoco esta guerra comenzó ayer: que el alma ucraniana está escindida desde siempre entre los sueños eslavos y las tentacione­s de Occidente; que allí hubo proyectos nacionales y guerras contra el nacionalis­mo; y que allí han vivido como en toda Europa la guerra sin fin entre los hijos de Cristo, bajo la forma de un conflicto entre católicos y ortodoxos.

Solo la historia permite entender esa red de causas. Y en el esfuerzo por entenderlo todo hay que mirar a Nicolás II y a Lenin, a Stalin y a Kruschov, a Gorbachov y a Yeltsin, de quien Putin es el heredero. Hay que saber que Ucrania es Rusia porque es la patria de Gogol, de Trotsky y de Babel, pero que también es Occidente porque es la cuna de Joseph Conrad.

Y por el fondo de esta historia pasan la cabalgata de los cosacos y las sombras de Hitler y de Napoleón; León Tolstoi enviando crónicas de guerra desde las trincheras de Sebastopol; la crueldad contra millones de campesinos, y los 20 millones de muchachos que detuvieron con el pecho desnudo la avanzada de las ametrallad­oras nazis.

No es posible entenderla sin pensar en la suerte de los 15 países que formaron la Unión Soviética y sin la larga sombra roja de la Segunda Guerra Mundial. Pero sobre todo sin el asombro de que uno de los grandes vencedores de Hitler quedara por fuera del orden de la posguerra, con el consecuent­e resentimie­nto que Bretton Woods dejó en el alma de los soviéticos. Porque es preciso y urgente recordar que la guerra ardiente no fue reemplazad­a por la paz sino por la Guerra Fría.

Lo que más duele es ver, como siempre, a los pueblos inermes bajo poderes gigantesco­s y despiadado­s. Duele que la juventud planetaria siga siendo el dócil instrument­o de los poderes más decrépitos para sus comparsas de odio y de prepotenci­a. Duele que la humanidad siga sometida a la extorsión nuclear de los poderosos, y que no seamos capaces de reaccionar y deponer esta lógica infernal. Que tardemos tanto en emprender la única lucha digna, la de salvar unidos en este globo errante la aventura de la vida, a la que parecen quedarle pocas décadas.

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