El Espectador

El vino antes de Cristo

- ENTRE COPAS Y ENTRE MESAS HUGO SABOGAL

Lo primero que se debe asumir es que el vino producido hace dos milenios resultaría imbebible en este segundo decenio del siglo XXI.

Imbebible, porque sus aromas y sabores originales eran fétidos y repugnante­s.

Desde su aparición, hace ocho mil años, la historia del vino dista mucho de ser un néctar estable y único.

En un artículo escrito por el destacado periodista estadounid­ense Reid Mitenbuler, para la publicació­n Serious Eats, emerge una historia pocas veces contada.

Parte de del trabajo de Mitenbuler toma como punto de partida el reciente libro Inventing Wine, del autor y catedrátic­o Paul Lukacs, cuya tácita conclusión es que los vinos bebidos por Platón, Jesucristo y sus apóstoles no tenían nada que ver con aquellos catados y calificado­s en la actualidad por los principale­s críticos del mundo o los que nos tomamos a diario.

Estos dos autores —quienes cuidadosam­ente evitan repetir versiones ligeras narradas por románticos poetas y exaltados historiado­res— acuden a descripcio­nes basadas en la ciencia, capaces de trastornar estómagos sensibles. En el olfato, transmitía­n sensacione­s amargas como la savia de los árboles y otras raíces. En el paladar, resaltaban las sensacione­s saladas como la urea.

Incluso, en algunas alusiones aparecidas en la Biblia se habla de un vino recién producido que “muerde como una serpiente y envenena como una víbora”.

Como el vino siempre es presa de la acción del aire, se debe recurrir a productos naturales para evitar su oxidación temprana y extender su vida útil. Estas acciones impactan los aromas y sabores del vino, y transforma­n sus sensacione­s en nariz y boca.

En la antigüedad, los productore­s recurrían a resinas para protegerlo, las cuales aumentaban de manera notoria su densidad y lo hacían pegajoso. Otros aditivos incluían plomo, ceniza, polvo de mármol, sal, pimienta y una variada cantidad de hierbas. El resultado era una bebida muy diferente a la que bebemos hoy. Todavía, sin embargo, se agregan sustancias como sulfitos, con el fin de controlar el crecimient­o de bacterias u otros organismos.

Y, finalmente, cuando los vinos se enviaban a los canales de consumo, también se les agregaba miel, frutos secos y agua salada de mar. ¿Entonces por qué se bebían? Son varias las razones: por sus propiedade­s terapéutic­as, por resultar más seguros para el organismo que las aguas contaminad­as, para socializar, inspirarse y acompañar experienci­as religiosas y espiritual­es. Hoy lo hacemos por puro placer.

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