El oyente elegido
Y estaré pasado de moda y sentiré que me van a mirar cual búho de colores tropicales, pero algún día seré capaz de decirle a alguien, como le dijo un personaje de Dostoievski a una mujer, “y le leeré algún libro”. Me atreveré, hurgaré en lo más íntimo de mi oyente elegido, adivinando sus gustos, algo de su pasado, y suponiendo algunas de sus fantasías, ataré cabos y los soltaré para luego ir a buscar el libro seleccionado de biblioteca en biblioteca, más para coleccionar los instantes de esa búsqueda que para hallarlo, para ser sinceros. Luego lo leeré en voz alta, muy a solas y a la luz de una lámpara no muy luminosa, y como en una especie de puesta en escena, haré pausas en algunos lugares, correré en otros y alzaré un poco la voz en unos más.
Entre acto y acto, imaginaré los gestos de mi oyente elegido. Me meteré en su cabeza, aunque sepa que es imposible, y trataré de vislumbrar los hechos, las historias y los sujetos que irán surgiendo de las páginas que le vaya a leer, pero siempre desde su perspectiva, para luego contrastarlos y mezclarlos con las versiones que yo fui construyendo por mis distintas lecturas y mi vida sobre esos mismos sucesos y esa misma gente, y entonces comprenderé una vez más aquel dicho popular, según el cual cada quien interpreta los hechos de acuerdo con el cristal con el que los mira. Para recordar posibles olvidos, anotaré en un papelito las preguntas que querré hacerle a mi invitado de honor, y aquellas que yo jamás logré resolver, y para cerrar el primer capítulo de este retorno al pasado cursaré mi invitación en una tarjeta escrita a mano y la enviaré por correo.
Señalaré como el día del encuentro un jueves 29 de cualquier mes a las siete de la noche, y como el lugar, la sala de mi casa. A las seis y media de la tarde de la fecha indicada, dejaré sobre la mesa de centro el libro escogido, al lado de una jarra de agua y dos vasos de cristal muy fino, y quince minutos más tarde encenderé dos lámparas de luz cálida y tenue. Luego tomaré el libro y empezaré a leer en voz alta para irme soltando, y en punto de siete lo dejaré de nuevo sobre la mesa, abierto en una página de la mitad de un capítulo para que mi oyente no tenga ninguna idea posible sobre la historia que va a escuchar. En adelante, contaré los segundos, tic-tac, tic-tac, y me iré convenciendo de que una espera, una simple espera, ya es una historia en sí misma si uno la va llenando de instantes, y si a esos instantes les añade algo de fantasía.