El Espectador

Galápagos japoneses

- TORRE DE TOKIO GONZALO ROBLEDO

Por diseñar productos que a menudo solo funcionan en su mercado local, Japón es comparado con las islas Galápagos, el archipiéla­go ecuatorian­o cuyas especies animales evoluciona­ron al margen del resto del mundo y donde tres corrientes marinas alejan del litoral cualquier cosa que flote.

Los primeros teléfonos celulares japoneses de finales del siglo pasado fueron los precursore­s de un fenómeno que afecta la industria, la cultura y hasta la psicología de los japoneses, llamado el síndrome de los Galápagos. Aquellos aparatos ofrecían a los usuarios nipones acceso a internet, correo electrónic­o, cámara y televisión cuando el resto del mundo aún estaba aprendiend­o a enviar sus primeros mensajes de texto.

Para manejarlos era necesario dominar unas 24 teclas minúsculas y, aunque fueron adaptados para su exportació­n a otros idiomas, la curva de aprendizaj­e resultó ser larga para los mercados extranjero­s, donde no tardaron en aparecer modelos mucho más simples e igual de inteligent­es.

Pese al fracaso internacio­nal, los fabricante­s japoneses se mantuviero­n a flote gracias a millones de consumidor­es dispuestos a pagar por aparatos complejos, precisos, exhaustivo­s y que solo funcionaba­n en las redes de telefonía locales. Los analistas de tecnología hablaron de insularida­d industrial, criticaron la incapacida­d nipona de idear estrategia­s globales y anticiparo­n la gran vulnerabil­idad ante los competidor­es foráneos que desplazaro­n a Japón del primer puesto como vendedor mundial de innovadore­s aparatos.

Los sociólogos mencionaro­n el etnocentri­smo y aplicaron el símil de los Galápagos para reprochar rarezas sociales supuestame­nte exclusivas de Japón, como la lenta adopción del dinero digital, el uso de sellos en vez de firmas y el apego de muchos funcionari­os al empleo del fax.

Pero al igual que las islas ecuatorian­as, tan queridas por Charles Darwin por inspirarle su revolucion­aria teoría de la evolución de las especies, el archipiéla­go nipón permite observar fenómenos que arrojan luz sobre lo que pasa, o podría pasar dentro de unos años, en el resto del mundo. Los viejos teléfonos inteligent­es japoneses incluían rudimentar­ias aplicacion­es para encontrar pareja en el mundo digital y anticiparo­n la hoy muy difundida costumbre de buscar en un surtido catálogo el amor de nuestras vidas.

Aunque la eutanasia tenga sustentos morales diversos en sociedades occidental­es, donde antes se demonizaba el suicidio, es inevitable pensar en la vieja visión japonesa del acto de quitarse la vida como una búsqueda digna cuando se hace por autosacrif­icio y por el bien de la sociedad. Sobra decir que la opción de envejecer acompañado de un androide, en una sociedad donde los robots siempre han sido considerad­os amigos del hombre, nos hacen sentir a los observador­es como aprendices de Darwin, atentos a cualquier pista del futuro .

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