El Espectador

Los oficios del libro

- HÉCTOR ABAD FACIOLINCE

CUANDO UNO TIENE UN LIBRO EN LA mano y empieza a leerlo, en el otro extremo de la cadena que lo produjo está quien lo escribió. El que lo lee siente que conversa consigo mismo y con la persona que se lo imaginó y lo puso en palabras. Pero para que esta magia y esta conversaci­ón se produzcan es necesario que el libro esté limpio: que el papel sea cómodo (que no brille ni sea áspero o ácido o irregular); que no se deshoje ni se rompa; que la tinta no manche ni huela ni se borre; que no ofenda con mala ortografía o errores de gramática o sintaxis; que la historia fluya sin atascarse, sin correr, sin irse por las ramas; que el tema sea interesant­e; que nos enseñe o divierta o nos haga pensar.

Todo esto que no se nota, todo lo que nos permite leer sin siquiera pensar en el libro, lo hace el editor. Y el editor ni siquiera aparece en los créditos del libro. Casi siempre está el impresor, están los diseñadore­s, está la empresa editorial, la traductora, el autor, incluso la agente. En cambio el editor, humilde e invisible, no está en ninguna parte, casi nadie conoce su nombre. Muchos ni siquiera saben de qué se trata ese oficio humilde, necesario y discreto, el que permite que un libro exista y sea legible.

El viernes pasado, en la Feria del Libro de Bogotá, le hicimos un homenaje a uno de los editores más importante­s de Colombia, Gabriel Iriarte, una de las personas que más han hecho que aquí los libros sean buenos, bien impresos, bien escritos, muy leídos, pensados, discutidos. A los 70 años, Gabriel, después de medio siglo dedicado a las letras (su primer oficio fue traducir una obra teatral del alemán, hace 50 años), acaba de jubilarse. Y su jubileo, esta vez, es jubiloso de verdad. Editó libros de unos 180 autores distintos; produjo con su esfuerzo (y con el de todos aquellos que lo acompañaro­n en los nobles oficios del libro) más de 1.500 títulos distintos. A mí mismo me editó tres novelas, un libro de cuentos y un mamotreto de diarios. Paciente, minuciosam­ente, me salvó de errores, tal vez de demandas, de anacolutos, de inconsiste­ncias, de pecados de pensamient­o, palabra, obra y omisión. Muchos otros errores quedaron, sin duda, que él no alcanzó a ver o yo no fui capaz de corregir. Sé que muchos colegas míos podrían decir algo parecido. No los nombro porque la lista sería demasiado larga.

Antes de la invención de la imprenta el editor de un libro (cada uno un único e irrepetibl­e ejemplar, un códice, para ser preciso) era sencillame­nte un copista. A partir de otro manuscrito original, lo copiaba al pie de la letra, sin cambiar absolutame­nte nada, porque el autor era la única autoridad. Es más: los mejores copistas eran analfabeto­s, no sabían ni leer ni escribir, simplement­e copiaban pasivament­e, de un modo preciso, idéntico, los signos que veían. Incluso era mejor que no supieran leer esos monjes (casi siempre eran monjes) pues así no se contaminar­ía su mente pecadora con lo que leían, que podía ser herético o erótico o antirrelig­ioso. Algunos escritores de hoy en día, enfermos de egolatría y vanidad, quisieran que su editor fuera como esos monjes: un simple copista mudo, ignorante, pasivo.

Por suerte para la mayoría de nosotros, los grandes editores, como Gabriel Iriarte, no son así. Son sabios que intuyen cuál libro puede ser leído y querido, y cuál no. Saben decir no. Sugieren qué capítulo se puede suprimir o cambiar. Cuál personaje es flojo todavía y hay que ahondarlo más. Qué parte hay que esconder o quemar. Cuántos ejemplares se pueden imprimir. Cuánta plata se puede dar de anticipo sin poner en riesgo las finanzas de la editorial. Con quiénes hay que hablar (libreros, periodista­s, colegas escritores) para que el libro se vea, se lea, se recomiende, se difunda. Un buen editor, como Gabriel, nos acompaña antes de la escritura del libro, durante y, sobre todo, después, cuando el libro ya está huérfano del escritor y necesita un padrino, un ayudante, para que pueda vivir.

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