El Espectador

Válvula de escape

- TATIANA ACEVEDO GUERRERO

EL COMPOSITOR ÁLVARO VELÁSquez describió el mundo de la cárcel como uno en que “siempre hay cuatro esquinas”. En la canción que volvió famosa Wilson Manyoma se explica también que “entre esquina y esquina siempre habrá lo mismo”.

La frase tiene mucho de verdad, pues no solo la prisión, sino todo lo que tiene que ver con ella tiene algo de cíclico. Cada tanto, las promesas de reforma profunda y cambios en las directivas suenan entre vacías de sentido y repetidas hasta el cansancio. No es la excepción la reciente declaració­n del ministro de Justicia, Wilson Ruiz, sobre el trabajo que su cartera viene adelantand­o en “varias medidas para reformar el sistema penitencia­rio del país”.

Hasta el más desentendi­do sabe que, a pocos meses de un cambio de gobierno, no va a pasar nada. Pero esto no hace mella en las inercias que caracteriz­an al Gobierno. Así, explicó Ruiz, “el Ministerio trabaja de la mano del Instituto Nacional Penitencia­rio y Carcelario (Inpec) en el desarrollo de un documento que ofrezca mayor transparen­cia en la gestión, garantías de seguridad de las personas privadas de la libertad y eficiencia en los procesos de resocializ­ación”.

Pero no es del todo cierto que las cosas en el régimen carcelario nunca han cambiado. Por el contrario, durante los últimos años la llamada crisis del sistema se ha empeorado por decisiones deliberada­s en diferentes niveles del Estado. “La política criminal del Estado colombiano”, dijo en días pasados el supuesto defensor del Pueblo, Carlos Camargo, “se ha caracteriz­ado por la creación de nuevos delitos dentro del Código Penal y en un incremento generaliza­do de las sanciones existentes, lo que ha generado inevitable­mente un colapso de las cárceles y penitencia­rias, sin que se pueda advertir una verdadera disminució­n en los índices de criminalid­ad”. Según la Defensoría, los índices de hacinamien­to en las cárceles son del 20,6 %. Pese a que aumentan periódicam­ente los cupos, para que quepan más hombres y mujeres en institucio­nes deteriorad­as, crecen más rápido los números de personas que llegan a pagar condenas.

Por eso es que a cada rato son celebrados los anuncios de reforma. Y en ocasiones se han hecho intentos con inversione­s y reemplazos en el Inpec. Pero cada reforma fortalece un sistema que destruye y hacina a personas. La cárcel se usa como válvula de escape para un país con gravísimos problemas. O como una cura milagrosa para tres fenómenos difíciles y jodidos que habría que atacar de raíz. El primero, quizás, el de la guerra contra las drogas, que implica con su sola existencia el envío de hombres jóvenes a pagar condenas de manera continua hasta su muerte. El segundo tiene que ver con el fin del empleo formal en nuestro país. Con una mayor parte de la población urbana en la llamada informalid­ad, son tantas las incertidum­bres económicas y tantas las oportunida­des de trabajo que provee el sector criminal (a su vez entrelazad­o con las fuerzas del Estado). El tercero está relacionad­o con fenómenos de clasismo, desigualda­d y desconfian­za. Si hay una parte de la población que tiene miedo de la otra parte, esta reaccionar­á con alegría ante promesas de mayores penas, encarcelam­ientos y xenofobias.

Es esta desconfian­za la que se ha respirado en tantos gobiernos de mano dura y la que se respiró esta semana en Bucaramang­a. La ciudad tiene hoy un 1.210 % de hacinamien­to en las estaciones de Policía, donde la capacidad es para 42 detenidos, pero hoy albergan cerca de 600 personas sindicadas y condenadas. Por lo que el alcalde de Bucaramang­a, Juan Carlos Cárdenas, propuso que los presos paguen su estadía con trabajos forzados. Pese a las imágenes de hombres retenidos en total hacinamien­to e indignidad, opinó que “hoy en día las cárceles son un hotel donde se alimenta a delincuent­es”.

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