Basta ya de cambio climático
EN 2020, EN LAS PRIMERAS SEMANAS de la pandemia, los médicos notaron un sorprendente aspecto positivo: los estadounidenses estaban teniendo menos infartos.
Una de las razones de esto podría ser que la gente estaba inhalando menos aire contaminado, según un análisis publicado el mes pasado por investigadores de la Universidad de California en San Francisco.
Millones de trabajadores se quedaban en casa en lugar de trasladarse al trabajo en automóvil. De repente, los estadounidenses quemaban mucho menos gasolina, y en todo el país, los investigadores descubrieron que en las regiones con mayores descensos en los niveles de contaminación también se había reducido mucho la cantidad de infartos.
La amenaza de la contaminación atmosférica no atrae la atención del público como sucedió en la década de 1960, cuando el espeso esmog pintaba los cielos urbanos de amarillo, pero en los últimos años se han acumulado pruebas de que los progresos reales que ha hecho Estados Unidos en la reducción de la contaminación atmosférica no son suficientes en absoluto. En una evaluación de investigaciones recientes, el año pasado la Organización Mundial de la Salud concluyó que la contaminación atmosférica es “la mayor amenaza ambiental para la salud del ser humano”.
La mala calidad del aire que respiramos debe considerarse una crisis. También supone una oportunidad. La amenaza existencial del cambio climático ha pasado a dominar las discusiones sobre la normativa medioambiental. Las propuestas para frenar las emisiones ahora se presentan como acciones para limitar el calentamiento global.
La solución a ambas amenazas es la misma: hay que dejar de quemar combustibles fósiles, preferiblemente desde ayer, pero cabe preguntarse si una mayor atención a los peligros inmediatos que plantea la contaminación atmosférica, en lugar del espectro más lejano del calentamiento global, podría ayudar a reunir el apoyo necesario para unos cambios que van a ser costosos y perturbadores.
Hay muchas razones por las que el mundo no está respondiendo de manera adecuada al cambio climático; pero no hay duda que un factor es el valor motivador del peligro claro e inminente.
También hay razones prácticas por las que puede ser más fácil frenar las emisiones en nombre de la salud pública que en nombre del cambio climático. Las leyes que autorizan la regulación medioambiental, incluida la Ley de Aire Limpio de 1963, se redactaron como medidas de salud pública. Los jueces federales conservadores pretenden utilizar esa historia para limitar la capacidad del gobierno para abordar el cambio climático. En febrero, cuando el Tribunal Supremo escuchó los argumentos en un caso que cuestiona la autoridad de la Agencia de Protección Ambiental para regular las emisiones de gases de efecto invernadero, varios miembros de la mayoría conservadora del tribunal se mostraron abiertamente escépticos de que la agencia tenga la autoridad legal para exigir el tipo de cambios radicales necesarios para ralentizar el calentamiento global.
La autoridad de la agencia para exigir aire limpio por el bien del aire limpio está en un terreno mucho más firme. La ciencia está proporcionando la justificación para establecer normas más estrictas. El año pasado, investigadores de la Universidad de Chicago calcularon que la contaminación del aire reduce el promedio de vida del ser humano en 2,2 años.
Los efectos son peores donde la contaminación es más densa, pero una oleada de investigaciones recientes muestra que incluso los niveles más bajos de contaminación atmosférica tienen consecuencias devastadoras.
La mayor amenaza procede de los detritus de la combustión y de las sustancias químicas que forman pequeños cúmulos en la atmósfera, tan pequeños que pueden atravesar los pulmones y llegar al torrente sanguíneo. Los estudios realizados en los últimos años han relacionado la inhalación de estas partículas con una sorprendente gama de problemas de salud, como el deterioro del desarrollo cognitivo, la diabetes y las enfermedades óseas.
Citando este cúmulo de investigaciones, la Organización Mundial de la Salud emitió el año pasado nuevas directrices que aconsejaban a los países tratar de reducir las concentraciones de estas partículas finas en el aire a un nivel medio anual igual o inferior a 5 microgramos por metro cúbico.
La norma actual en Estados Unidos es de 12 microgramos por metro cúbico.
En diciembre de 2020, el gobierno de Trump anunció que no bajaría ese estándar en un fallo que el fiscal general de Virginia Occidental, quien fue invitado a asistir al fiasco, describió con precisión como “una gran victoria para el carbón de Virginia Occidental”. El gobierno de Biden ha reabierto la cuestión, y el mes pasado el Comité Asesor Científico de Aire Limpio de la EPA recomendó una nueva norma de entre 8 y 10 microgramos por metro cúbico.
Tener una norma más baja sería aún mejor, pero cualquier reducción aportaría importantes beneficios para la salud y aceleraría el abandono de los combustibles fósiles que es necesario para limitar el calentamiento global.
Ante la falta de interés del Congreso y la antipatía de la justicia, el gobierno de Biden debe hacer un uso contundente de sus poderes legales para combatir la amenaza de la contaminación atmosférica.