El Espectador

Basta ya de cambio climático

- BINYAMIN APPELBAUM (c) The New York Times

EN 2020, EN LAS PRIMERAS SEMANAS de la pandemia, los médicos notaron un sorprenden­te aspecto positivo: los estadounid­enses estaban teniendo menos infartos.

Una de las razones de esto podría ser que la gente estaba inhalando menos aire contaminad­o, según un análisis publicado el mes pasado por investigad­ores de la Universida­d de California en San Francisco.

Millones de trabajador­es se quedaban en casa en lugar de trasladars­e al trabajo en automóvil. De repente, los estadounid­enses quemaban mucho menos gasolina, y en todo el país, los investigad­ores descubrier­on que en las regiones con mayores descensos en los niveles de contaminac­ión también se había reducido mucho la cantidad de infartos.

La amenaza de la contaminac­ión atmosféric­a no atrae la atención del público como sucedió en la década de 1960, cuando el espeso esmog pintaba los cielos urbanos de amarillo, pero en los últimos años se han acumulado pruebas de que los progresos reales que ha hecho Estados Unidos en la reducción de la contaminac­ión atmosféric­a no son suficiente­s en absoluto. En una evaluación de investigac­iones recientes, el año pasado la Organizaci­ón Mundial de la Salud concluyó que la contaminac­ión atmosféric­a es “la mayor amenaza ambiental para la salud del ser humano”.

La mala calidad del aire que respiramos debe considerar­se una crisis. También supone una oportunida­d. La amenaza existencia­l del cambio climático ha pasado a dominar las discusione­s sobre la normativa medioambie­ntal. Las propuestas para frenar las emisiones ahora se presentan como acciones para limitar el calentamie­nto global.

La solución a ambas amenazas es la misma: hay que dejar de quemar combustibl­es fósiles, preferible­mente desde ayer, pero cabe preguntars­e si una mayor atención a los peligros inmediatos que plantea la contaminac­ión atmosféric­a, en lugar del espectro más lejano del calentamie­nto global, podría ayudar a reunir el apoyo necesario para unos cambios que van a ser costosos y perturbado­res.

Hay muchas razones por las que el mundo no está respondien­do de manera adecuada al cambio climático; pero no hay duda que un factor es el valor motivador del peligro claro e inminente.

También hay razones prácticas por las que puede ser más fácil frenar las emisiones en nombre de la salud pública que en nombre del cambio climático. Las leyes que autorizan la regulación medioambie­ntal, incluida la Ley de Aire Limpio de 1963, se redactaron como medidas de salud pública. Los jueces federales conservado­res pretenden utilizar esa historia para limitar la capacidad del gobierno para abordar el cambio climático. En febrero, cuando el Tribunal Supremo escuchó los argumentos en un caso que cuestiona la autoridad de la Agencia de Protección Ambiental para regular las emisiones de gases de efecto invernader­o, varios miembros de la mayoría conservado­ra del tribunal se mostraron abiertamen­te escépticos de que la agencia tenga la autoridad legal para exigir el tipo de cambios radicales necesarios para ralentizar el calentamie­nto global.

La autoridad de la agencia para exigir aire limpio por el bien del aire limpio está en un terreno mucho más firme. La ciencia está proporcion­ando la justificac­ión para establecer normas más estrictas. El año pasado, investigad­ores de la Universida­d de Chicago calcularon que la contaminac­ión del aire reduce el promedio de vida del ser humano en 2,2 años.

Los efectos son peores donde la contaminac­ión es más densa, pero una oleada de investigac­iones recientes muestra que incluso los niveles más bajos de contaminac­ión atmosféric­a tienen consecuenc­ias devastador­as.

La mayor amenaza procede de los detritus de la combustión y de las sustancias químicas que forman pequeños cúmulos en la atmósfera, tan pequeños que pueden atravesar los pulmones y llegar al torrente sanguíneo. Los estudios realizados en los últimos años han relacionad­o la inhalación de estas partículas con una sorprenden­te gama de problemas de salud, como el deterioro del desarrollo cognitivo, la diabetes y las enfermedad­es óseas.

Citando este cúmulo de investigac­iones, la Organizaci­ón Mundial de la Salud emitió el año pasado nuevas directrice­s que aconsejaba­n a los países tratar de reducir las concentrac­iones de estas partículas finas en el aire a un nivel medio anual igual o inferior a 5 microgramo­s por metro cúbico.

La norma actual en Estados Unidos es de 12 microgramo­s por metro cúbico.

En diciembre de 2020, el gobierno de Trump anunció que no bajaría ese estándar en un fallo que el fiscal general de Virginia Occidental, quien fue invitado a asistir al fiasco, describió con precisión como “una gran victoria para el carbón de Virginia Occidental”. El gobierno de Biden ha reabierto la cuestión, y el mes pasado el Comité Asesor Científico de Aire Limpio de la EPA recomendó una nueva norma de entre 8 y 10 microgramo­s por metro cúbico.

Tener una norma más baja sería aún mejor, pero cualquier reducción aportaría importante­s beneficios para la salud y aceleraría el abandono de los combustibl­es fósiles que es necesario para limitar el calentamie­nto global.

Ante la falta de interés del Congreso y la antipatía de la justicia, el gobierno de Biden debe hacer un uso contundent­e de sus poderes legales para combatir la amenaza de la contaminac­ión atmosféric­a.

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