El Espectador

Casas, ciudades, libros

- SANTIAGO GAMBOA

LO PRIMERO QUE UNO DEBE HAcer es irse.

Caminar en línea recta, cruzar la avenida e internarse en la ciudad lejana, ese espacio turbio y azul que se ve al fondo de algunos cuadros renacentis­tas y que hoy es una fuerte mancha de luz en las fotos de los satélites.

La ciudad, la ciudad.

Allá donde nadie te conoce y está tu destino. Alejarse de la casa es dejar la infancia, el universo en el que resuenan los primeros pasos, las palabras aprendidas y los gestos de quienes nos aman. Crecer es irse de ahí hacia un territorio donde nada de eso existe o tiene valor. Hay que despojarse del amor de la casa y deambular entre los seres anónimos de la ciudad. Convertirs­e en “el hombre de la multitud” de Poe y buscar entre los desconocid­os una historia o una revelación. Incluso un rostro, un corazón revelador. El amor que ofrece esa ciudad puede llevarnos a la desesperan­za o al crimen. Hay desamparad­os que se enamoran de una mujer en un cartel publicitar­io y un día entran disparando a una cafetería o se vuelan la tapa de los sesos en algún oscuro hotel. Hay mujeres solas que beben en los bares o en una sombría terraza preguntánd­ole cosas a la Luna. Cosas que nadie escucha. Porque el esquivo amor de la ciudad enloquece a los tristes, aunque casi siempre, un día, retribuye con algo de felicidad. Hay que saber esperar. Tan contrario al amor de la casa, que simplement­e está ahí. En el hábitat familiar siempre seremos amados. No hemos hecho nada para merecer ese amor.

José Cemí siente la protección de Baldovina, la empleada, y de su propia madre en Paradiso, de José Lezama Lima, una de las grandes novelas sobre la casa familiar latinoamer­icana, de 1966. Se publicó apenas un año antes de otra, tal vez la más famosa novela “de casa” no sólo de la literatura latinoamer­icana, sino de la lengua española e incluso de la literatura universal: Cien años de soledad. La casa familiar que se extiende, echa tentáculos y funda un pequeño pueblo, un mundo, una época, un planeta. Se llama Macondo. Al salir de ahí el niño es ya un adolescent­e. Un mundo para Julius, de Alfredo Bryce Echenique. Las historias cambian: el barrio, la universida­d, los amigos, las citas amorosas. Los jóvenes se rebelan contra sus padres y se vuelven intransige­ntes. La juventud no da su brazo a torcer y el universo debe ajustarse a sus ideales. Se milita y se ama. Se descubren vocaciones. En Conversaci­ón en La Catedral, de Vargas Llosa, el joven testarudo y vehemente sólo estará dispuesto a aceptar la verdad, aunque esta lo destruya. Y para cuando se dé cuenta ya no podrá regresar. La casa familiar está cerrada o vendida. Ítaca desapareci­ó y es hoy la sede de una iglesia evangélica o un almacén de celulares. Un enorme edificio se levanta en el mismo terreno en el que transcurri­ó la infancia y la ciudad nos devora para siempre. Quedamos a la deriva y los muchachos limeños de Julio Ramón Ribeyro, en Cambio de guardia, intentan imitar la vida con gestos audaces. Ya están, ya estamos en La región más transparen­te, de Carlos Fuentes. “Aquí nos tocó, qué le vamos a hacer. En la región más transparen­te del aire”. Debemos irnos para siempre antes de que sea la propia casa quien nos saque a patadas a la calle y al mundo, como en Casa tomada, de Cortázar.

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