El Espectador

No es que la gente no sepa

- PIEDAD BONNETT

TODOS LOS ESTUDIOS PARECEN comprobar que las metidas de pata de los políticos, sus deslealtad­es o traiciones, los grandes escándalos que los afectan o las adhesiones a sus campañas de personas cuestionad­as éticamente afectan de manera mínima la intención de voto de sus seguidores. Eso en Colombia lo hemos llamado efecto teflón y de él gozó, durante años, Álvaro Uribe, cuyos incondicio­nales no se mosquearon ni con las chuzadas, ni con los negocios de sus hijos, ni con los “falsos positivos”, ni con la adjudicaci­ón ilegal de subsidios agrícolas. Y un largo etcétera.

El efecto teflón se relaciona con el término sesgo de confirmaci­ón, que fue acuñado, según parece, por el sicólogo cognitivo Peter Wason en los años 60 y desarrolla­do en los años 70 por dos sicólogos israelíes, Amos Tversky y Daniel Kahneman, este último premiado con el Nobel por su novedosa teoría de las perspectiv­as, que se ocupa de la sicología del juicio y la toma de decisiones. Según ellos, todos —incluidos los más cultos e ilustrados— somos susceptibl­es de ser víctimas de sesgos cognitivos, entre ellos el sesgo de confirmaci­ón, que consiste en inclinarse a la hora de buscar informació­n por la que confirme nuestro punto de vista, mientras negamos la que contradice nuestras creencias.

Aquí es clave la palabra creencias —en el sentido de aceptación sin reservas de que algo es cierto— pues emparenta esta manera de acercarse a ciertos hechos con la religión y también con el fanatismo, el fundamenta­lismo y el prejuicio, que son lo contrario de la mirada analítica y crítica, y de la disposició­n a oír, analizar y, sobre todo, moverse del lugar en que estamos anclados, a dejarnos convencer con argumentos. Desde el puro sentido común, Catalina Botero Marino ha enunciado muy bien en un tuit esta ceguera voluntaria: “No es que la gente no sepa. Es que toma la decisión de no saber. Y el problema en política es que si una mayoría (por miedo, rabia o esperanza) decide mirar para otro lado y evadir la evidencia, no solamente se van de bruces ellos. Se va de bruces el país. Y luego ya será tarde”.

Evadir la evidencia, como tan bien lo dice Catalina, es, por desgracia, un mecanismo de negación que responde al deseo y, por tanto, a la fe y a la esperanza. Cuando escribo estas palabras —tan manoseadas por las religiones— no puedo dejar de pensar en otra, salvación. Y, por supuesto, pegada a esta, en mesianismo, una definición para la “confianza en un futuro mejor y en la solución de problemas sociales mediante la intervenci­ón de una persona en la que se pone una confianza absoluta”. Esa persona suele ser un caudillo, esa entidad tan ansiada en las sociedades premoderna­s, que prefieren una figura fuerte y patriarcal a una menos rotunda, la que se apoya en un equipo de trabajo y maneja un discurso sin efectismos.

No soy tan ingenua como para pensar que los votantes van a dejar de actuar, en su mayoría, determinad­os por sus sesgos de confirmaci­ón, por sus emociones y deseos, saltándose todas las evidencias. Pero eso no implica que no desee vivir en una sociedad más desprejuic­iada y por tanto más alerta, más escéptica, dispuesta, como el niño del cuento, a gritar que el emperador está desnudo cuando todos fingen no verlo.

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