El Espectador

Aprender a agradecer

- WILLIAM OSPINA

EN LAS ÚLTIMAS DÉCADAS COLOMBIA necesitó cada 15 años un nuevo proceso de paz, y parece que sigue necesitánd­olos.

Con frecuencia los gobiernos les encargan a algunos personajes delicadas tareas humanitari­as, trabajos de mediación y de acercamien­to con los grupos rebeldes y los ejércitos ilegales, y no es raro que después de cumplir esas tareas difíciles, los abandonen a su suerte.

El proceso de paz de La Habana no se habría podido lograr sin la mediación de Álvaro Leyva Durán, cuya lucha lúcida y sin descanso por la paz a lo largo de cuatro décadas es el mejor ejemplo de persistenc­ia cívica y de amor por el país que se pueda mostrar.

Desde el gobierno de Belisario Betancur, hace 40 años, Leyva comenzó su valiente acercamien­to a las guerrillas, no solo para entender su génesis sino para buscar la solución política de un conflicto que segaba sin fin vidas humildes, y que era resultado del abandono del campo y del eterno desdén de los poderosos por el mundo campesino del que vivíamos.

Siempre vio con alarma cómo el conflicto se agrandaba y se degradaba, envilecien­do a todos los bandos. Y también a él lo hicieron víctima de trampas judiciales para entorpecer su trabajo con Naciones Unidas en tiempos del proceso del Caguán.

En un país donde la paz es tan difícil, donde hay tantas fuerzas interesada­s en que no avance, los negociador­es de paz y los que cumplen tareas humanitari­as tienen más peligro que el resto de la sociedad, y deberían estar protegidos por algún tipo de blindaje, para no estar expuestos a las venganzas y las intrigas de sus enemigos, que fácilmente los convierten en sospechoso­s de pertenecer a un bando o al otro, precisamen­te porque era su deber generar confianza entre las fuerzas enfrentada­s.

Así les ha ocurrido a personas en cuya nobleza patriótica yo siempre he creído, como Luis Carlos Restrepo o como Piedad Córdoba, que después de haberse arriesgado por todos en tareas de mediación, han terminado perseguido­s y satanizado­s por sus adversario­s.

En el caso de Piedad, que logró la liberación de tantos secuestrad­os y adelantó tareas humanitari­as con la aprobación del gobierno, hasta se han atrevido a decir que intrigó para que Íngrid Betancourt y los secuestrad­os norteameri­canos no fueran liberados, cuando es evidente que nada le habría dado tanta notoriedad como esas liberacion­es.

No digo que no puedan ser juzgados de acuerdo a la ley, digo que ante resultados tan difíciles en términos humanitari­os como que los que intentan, entre el fuego cruzado de los combatient­es, deberían tener algún tipo de protección especial. No sé por qué aquí nos resulta más fácil perdonar a los que utilizaron las armas, secuestrar­on y cometieron masacres, que a los que, desarmados y corriendo riesgos, han luchado por la reconcilia­ción.

También fue porque intentó mediar e interceder ante los secuestrad­ores, aprovechan­do su prestigio como personaje público, por lo que nuestro querido y extrañado Jaime Garzón terminó siendo acusado injustamen­te de tener nexos con las guerrillas y después vilmente asesinado para castigar su espíritu crítico y su valentía ciudadana.

Protegerlo­s debería ser el deber de los gobiernos, y agradecerl­es es el deber de toda la sociedad. Pero a menudo la guerra que se termina en los campos se prolonga en los medios y en los tribunales, y la razón de eso es que las meras negociacio­nes y las meras desmoviliz­aciones, siendo tan necesarias, no son suficiente­s. El país requiere reformas, reformas profundas, y esta dirigencia diseña sus procesos de paz para terminar descargand­o en las fuerzas irregulare­s que se desmoviliz­an toda la responsabi­lidad de la guerra.

Quieren hacernos olvidar que fueron los liberales y los conservado­res los que nos educaron en el odio y en el debate armado, que hubo gobiernos que utilizaban las armas de la república contra los partidos adversario­s, que hubo jefes de los grandes partidos que patrocinar­on guerrillas, que el Estado mismo ha permitido exterminio­s y favorecido éxodos gigantesco­s, y que la política corrupta está en la raíz de muchos de los dramas nacionales.

Si queremos que la paz llegue realmente, no basta desmoviliz­ar a los guerreros: hay que darles una función en la sociedad. Si creemos realmente en su voluntad de paz (y hay que creer en ella), hay que confiarles tareas ciudadanas, así como se debe preparar a la sociedad para recibirlos y protegerlo­s: no dejarlos inermes en manos de la venganza.

Pero para eso la sociedad tiene que saber de qué modo la paz la beneficia. Aquí son expertos en hacer la paz a espaldas de la gente, para después esperar que el pueblo la apruebe masivament­e, casi sin saber en qué consiste. Y a veces también son expertos en hacer la paz contra alguien.

Pero lo único que puede hacer que la paz se establezca y que no surjan nuevas violencias, es volver a tener una agricultur­a, volver a producir lo que consumimos, tener por fin una industria, dar empleo a nuestra fuerza de trabajo, brindar un horizonte de compromiso y de civilizaci­ón con ingreso social a miles y miles de jóvenes, lograr que el Estado deje de ser un obstáculo para todo y se convierta en un facilitado­r de la vida en la sociedad.

Otro de los nombres de la paz es el respeto y la gratitud hacia los que han luchado por ella, sacrifican­do sus días y sus noches. Tenemos que aprender a agradecer.

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