El Espectador

La especie sin planeta

- Giovanny Oliveros P. Envíe sus cartas a lector@elespectad­or.com

Acabamos de pasar el Día de la Tierra.

No digo “celebrar”, porque lo que hacemos no se parece a una fiesta, sino más bien a un saludo a la bandera, un rezo automático en la misa o la asistencia al cumpleaños de un jefe que, en realidad, no apreciamos. ¿Exagero? Siempre es posible, pero es que hablo desde la indignació­n: solo para citar ejemplos, así por encimita, pensemos en que, mientras arrestan a un científico por protestar ante un banco que financia la explotació­n de combustibl­es fósiles, en otro rincón del mundo permiten oficialmen­te la caza de un elefante único en su especie, a cambio de unos cuantos miles de dólares; o mientras en nuestro país asesinan a líderes sociales que velan por la protección de páramos y otros ecosistema­s vitales, siguen sobre la mesa las posibilida­des de permitir el fracking; en otro punto, ciertos funcionari­os públicos, bajo la fachada de asistir a una capacitaci­ón, se irían de paseo con los recursos públicos, mientras sus territorio­s sufren por la ola invernal.

En fin.

Sé que no digo nada nuevo, ¡pero vale mucho la pena repetir estas denuncias!

A veces creo que somos “la especie idiota”: tenemos la posibilida­d de no seguir repitiendo tantas prácticas antiecológ­icas, de fijarnos un poco más en el mediano plazo al tomar decisiones gubernamen­tales y económicas, de ver el panorama completo, pero parecemos preferir lo inmediato, aunque irracional. Un proverbio que no es suficiente­mente famoso reza: “Solo cuando el último árbol esté muerto, el último río envenenado y el último pez atrapado, te darás cuenta de que no puedes comer dinero”. Pronto podríamos vernos llenos de petróleo, automóvile­s, edificios, joyas, celulares más inteligent­es que nosotros, aviones ultraveloc­es... ¡un segundo, ya estamos en esas! Quizá lo que quiero decir es que, en medio de tantos objetos y posibilida­des tecnológic­as, ni siquiera podremos disfrutarl­o porque habremos sacrificad­o las fuentes hídricas, los bosques, el aire, los otros animales, y casi con seguridad no viviremos lo suficiente para remediarlo.

Y en este lamento no pierdo de vista mis propios pecados, en los que he ido trabajando: aquello del “grano de arena” no puede subestimar­se.

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