La especie sin planeta
Acabamos de pasar el Día de la Tierra.
No digo “celebrar”, porque lo que hacemos no se parece a una fiesta, sino más bien a un saludo a la bandera, un rezo automático en la misa o la asistencia al cumpleaños de un jefe que, en realidad, no apreciamos. ¿Exagero? Siempre es posible, pero es que hablo desde la indignación: solo para citar ejemplos, así por encimita, pensemos en que, mientras arrestan a un científico por protestar ante un banco que financia la explotación de combustibles fósiles, en otro rincón del mundo permiten oficialmente la caza de un elefante único en su especie, a cambio de unos cuantos miles de dólares; o mientras en nuestro país asesinan a líderes sociales que velan por la protección de páramos y otros ecosistemas vitales, siguen sobre la mesa las posibilidades de permitir el fracking; en otro punto, ciertos funcionarios públicos, bajo la fachada de asistir a una capacitación, se irían de paseo con los recursos públicos, mientras sus territorios sufren por la ola invernal.
En fin.
Sé que no digo nada nuevo, ¡pero vale mucho la pena repetir estas denuncias!
A veces creo que somos “la especie idiota”: tenemos la posibilidad de no seguir repitiendo tantas prácticas antiecológicas, de fijarnos un poco más en el mediano plazo al tomar decisiones gubernamentales y económicas, de ver el panorama completo, pero parecemos preferir lo inmediato, aunque irracional. Un proverbio que no es suficientemente famoso reza: “Solo cuando el último árbol esté muerto, el último río envenenado y el último pez atrapado, te darás cuenta de que no puedes comer dinero”. Pronto podríamos vernos llenos de petróleo, automóviles, edificios, joyas, celulares más inteligentes que nosotros, aviones ultraveloces... ¡un segundo, ya estamos en esas! Quizá lo que quiero decir es que, en medio de tantos objetos y posibilidades tecnológicas, ni siquiera podremos disfrutarlo porque habremos sacrificado las fuentes hídricas, los bosques, el aire, los otros animales, y casi con seguridad no viviremos lo suficiente para remediarlo.
Y en este lamento no pierdo de vista mis propios pecados, en los que he ido trabajando: aquello del “grano de arena” no puede subestimarse.