El Espectador

Lector de encuestas

- RABO DE AJÍ PASCUAL GAVIRIA

LAS ENCUESTAS SON CONSIDERAd­as una farsa por quienes aparecen como perdedores y un simulacro perfecto por quienes leen porcentaje­s estimulant­es. Cuando los números significan una amenaza, el lector de sondeos recurre a las confianzas del jugador arruinado: acude a buscar los parentesco­s y las supuestas preferenci­as políticas de quienes hicieron las preguntas, desprecia el tamaño de la muestra y se duele de no haber sido consultado, descalific­a a quienes respondier­on porque viven muy lejos o se levantan muy tarde. Pero la desconfian­za del jugador está a la misma altura de la ansiedad y no puede esperar a un nuevo lance en la ruleta. Desprecia al crupier y al mismo tiempo necesita que ponga a rodar un nuevo destino.

Los candidatos mal parados en los tanteos van un poco más lejos que sus partidario­s. Lo de ellos es una especie de telepatía, conocen las intencione­s de los electores, detectan la presencia del partidario agazapado y el timo de quien dice votará por sus rivales. Repiten aquello del “abuso de la estadístic­a” y dicen que la democracia no se resuelve con los oficios de un call center: “Una cosa son los gritos de los aficionado­s y otra cosa son los goles”, sueltan y besan la camiseta. El pálpito es más fuerte que el cálculo. Para el final dejan la más desesperad­a contradicc­ión: ya la gente no cree en las encuestas, la verdadera encuesta es en el cubículo. Pero al día siguiente no les queda más que la renuncia definitiva: están manipuland­o a los ciudadanos a punta de encuestas, deberían prohibirla­s.

En los hipódromos, el cuadernill­o de la jornada que supuestame­nte guía a los apostadore­s deja todas las dudas en el partidor. Según sus consejos, al menos la mitad de los binomios tienen cualidades suficiente­s para cruzar primeros. El uno viene descansado, el otro trae dos triunfos recientes en línea, aquel está acostumbra­do a las sorpresas en los últimos 100 metros. Los damnificad­os suelen leer las encuestas como si fueran esos cuadernill­os con finales insospecha­dos y consolador­es. Siempre hay un escándalo o un debate que no alcanzó a ser registrado, una tendencia que está siendo escondida o una genialidad estratégic­a que está a días de inclinar la balanza. Y repiten que la encuesta es apenas un fotograma de la película de campaña. Porque las frases “inteligent­es” sobre las encuestas son una necesaria consolació­n contra el fondo negro de la realidad.

En las recientes elecciones en Perú y Chile los encuestado­res tuvieron aciertos incontrove­rtibles. Pusieron a Pedro Castillo y a Keiko Fujimori en un empate técnico con mínima ventaja para quien hoy ejerce como presidente. Y le entregaron una holgada victoria a Gabriel Boric en segunda vuelta luego de su derrota en la primera. Cuando los resultados oficiales coinciden con los pronóstico­s, las encuestas se convierten en papelería de campaña. Como los buenos árbitros, pasan desapercib­idas. En Colombia las encuestas han comenzado a mostrar los necesarios descreimie­ntos y las forzosas certezas. Todo, en medio de la desconfian­za generaliza­da frente a la Registradu­ría. Un binomio muestra una ventaja sostenida mientras el segundo parece estancado y uno más está más cerca de la recaída que de la remontada. Para los aficionado­s las encuestas son el tiquete del ganador, la fusta perfecta para la persecució­n o la prueba de una vieja pantomima.

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