El Espectador

Un paro armado

- HOJAS SUELTAS ALFREDO MOLANO JIMENO

EL PARO ARMADO DECRETADO POR las Autodefens­as Gaitanista­s de Colombia (Agc) desde el jueves pasado devolvió al país a los años en que el paramilita­rismo cogobernab­a. Su protesta por la súbita extradició­n de Otoniel a Estados Unidos fue una muestra de poder contundent­e: 80 municipios de 10 departamen­tos quedaron en la parálisis absoluta, y no estamos hablando de los pueblos de la ruralidad profunda, no. En Barranquil­la sus habitantes volvieron a ver la ciudad como en los días del pico del coronaviru­s. En Montería, Sincelejo y el Carmen de Bolívar el miedo le puso cerrojo a la puerta. Y no es para menos, las imágenes que circularon de quienes desobedeci­eron la orden de toque de queda son elocuentes: un señor amarrado de pies y manos recibe una paliza de dos hombres que dicen ser del Clan del Golfo, un camionero narra entre lágrimas cómo su patrimonio se incinera; cientos fueron los vehículos quemados en vías de tránsito nacional y seis las personas asesinadas.

Imágenes que contrastan con los discursos insuflados de patrioteri­smo del presidente Duque, quien el día de la captura de Otoniel aseguró que con esto el Clan del Golfo se acabaría, y ante la evidencia de que es un ejército capaz de doblegar la institucio­nalidad en la tercera parte del país, el presidente moduló su presbicia y señaló: “Este despliegue de fuerza será para que lo que queda del Clan del Golfo caiga por completo”. Sus declaracio­nes confirman lo que el país ha ratificado durante los cuatro largos años de gobierno: el presidente está desnudo y él cree que va vestido de finas telas. Así pues, Duque no se dio cuenta de lo que ocurrió en estos tres días en el Caribe, donde no se movió una aguja sin la autorizaci­ón de los paramilita­res. Ni la fuerza pública que tanto ensalza el patriótico mandatario salió a patrullar; o, bueno, en San Jacinto sí lo hizo, pero presuntame­nte acompañada de los paras, pues en estas regiones se aplica la expresión de que vale más la seguridad que la policía.

No deja de asombrar que la fuerza pública que se acuarteló para entregarle el país al Clan del Golfo para que protestara por la extradició­n de su jefe es la misma que salió con ferocidad a repartir bala y bolillo en el paro nacional de hace un año que dejó, óigase muy bien, 83 homicidios; o en el estallido social de 2019 en Bogotá, donde les dio por masacrar a 14 jóvenes por irrespeto a la autoridad. Al fin y al cabo, estamos hablando del mismo Ejército comandado por un general que está más concentrad­o en intervenir en la campaña electoral que en cumplir la Constituci­ón y las leyes. Zapateiro es más peligroso que una bala recalzada, para definirlo en el lenguaje que él habla. Eso sí, la respuesta al paro armado guarda precisa relación con las pocas confesione­s que alcanzó a dar Otoniel antes de que lo embarcaran para callarlo.

Y es que Dairo Antonio Úsuga sí sabe bien quiénes se han beneficiad­o de la guerra y estaba dispuesto a contar cómo el paramilita­rismo y la fuerza pública trabajan en comunión. Declaró que tras dejar las armas del Epl fue el mismo Ejército el que lo llevó a las filas de las Auc de la casa Castaño; aseguró que el general Leonardo Barrero, excomandan­te del Ejército, era de la nómina, en la que también estaban funcionari­os del DAS y la Fiscalía. Y cuando ya iba camino a contar quiénes eran los empresario­s y políticos que los financiaba­n para garantizar la seguridad de sus fincas o alcaldías, el establecim­iento no lo soportó más y, en una jugada típica de su modus operandi, autorizó su extradició­n basándose en una decisión que aún no se había expedido. Con la salida de Otoniel del país, un sector del establecim­iento volvió a respirar tranquilo. Tranquilid­ad que se volvió festejo cuando se dieron cuenta de que el proyecto paramilita­r no ha muerto y de que su fuerza hoy es más grande que lo que alguna vez soñó el propio Carlos Castaño.

Posdata. El Espectador

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