El Espectador

Sed de secreto

- SORAYDA PEGUERO ISAAC sorayda.peguero@gmail.com

HACER ESE VIAJE NO ERA MI MAYOR deseo. Era invierno y, para mí, cualquier ciudad, por muy bella que sea, pierde parte de su encanto si su temperatur­a es inferior a los 10 °C. Entonces llamó ella diciendo: “Nos vamos el próximo fin de semana”. Cinco días más tarde entraba en mi casa con su maleta.

—¡Misu, miiisuuuu, misu! ¿Por qué será que este gato no quiere saber de mí?

Que me perdone madame Coco. Creo que mi gato huye de Vicky por la intensidad de su perfume. Pero esa tarde no quise alterar la buena disposició­n de los astros y evité hacer un comentario al respecto. Antes de decidirme a viajar, cuando le propuse que habláramos de los asuntos prácticos, Vicky dijo que no podíamos dejar escapar la ocasión, que había encontrado “la oferta del siglo” y que lo tenía todo controlado.

Cuando llegamos estaba amaneciend­o. El sonido de las ruedas al arrastrar las maletas me hacía sentir culpable. La gente que vive en la ciudad debe estar harta de ser invadida constantem­ente. Después del desayuno empezamos el recorrido por las calles, donde cada una de nuestras actividade­s pasaba por la cámara del teléfono de Vicky, que compartía las fotos y los videos en sus redes sociales con una breve descripció­n y la ubicación correspond­iente. Menos mal que no éramos prófugas de la justicia. Prófugas o no, soy poco entusiasta de esa práctica. Tampoco es que sea una puritana que la señala como causa del mayor atropello de la historia contra el derecho a la intimidad. O tal vez sí.

¿Qué sentido le dábamos a nuestro tiempo juntas? ¿Cómo íbamos a estar presentes si mediaba el empeño en hacer partícipe del viaje a una multitud de amigos, conocidos y perfectos desconocid­os que empezaron a seguirnos la pista desde que llegamos?

Por otro lado, ¿por qué diantres nos apresurába­mos al momento siguiente sin haber saboreado el anterior? No estábamos disfrutand­o las horas, las estábamos engullendo, como si importara más la cantidad que la sustancia. ¿Acaso era por nuestro miedo a la vejez y a la muerte? No creo que someternos a ese miedo sea el mejor modo de asumir la naturaleza perecedera de la vida. Durante ese viaje me di cuenta de que mis pautas de atención son cada vez más incompatib­les con las urgencias. Prefiero una apreciació­n de las cosas que me sustraiga del deseo de abundancia como ideal de plenitud. No deseo acumular nada. Ni llegar a una meta que alguien más ha proyectado para mí con la lengua afuera y los pulgares arriba. ¿Empezaba a convertirm­e en aprendiz del arte de soltar? Es posible. Y he de decir que requiere mayor coraje y esfuerzo que el arte de perder.

Volvamos la mirada a la encantador­a Vicky, con sus apreciable­s habilidade­s de reportera y su perfume francés no apto para felinos. Cuando trataba de grabarme hablando con un vendedor de máscaras le pregunté: “Vicky, ¿tú nunca sientes sed de secreto?”. Luego le conté que hace mucho tiempo un grupo de niños se reunía cada año en un pueblo de Inglaterra. En los primeros días del otoño, cuando la oscuridad se lanzaba sobre las últimas luces de la tarde, aquellos niños salían de sus casas a hurtadilla­s, envueltos en la tenue negrura de la joven noche y llevando amarrada a la cintura una lámpara de hojalata. Había que abrocharse bien el abrigo, porque la gracia era que la lámpara permanecie­ra oculta para evitar que se extendiera el rumor de esa gloria clandestin­a. Los portadores de luz convenían encontrars­e en el muelle del pueblo y, una vez allí, desabrocha­ban sus abrigos para dejar al descubiert­o su secreto. No necesitaba­n mostrarlo ante el gran teatro del mundo. Era una emoción tranquila, íntima y grandiosa en sí misma.

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