El Espectador

El sátiro y el señor feudal

- JAVIER ORTIZ CASSIANI

HACE UNOS DÍAS CIRCULARON IMÁgenes en las que el cantante de vallenatos Poncho Zuleta acosa sexualment­e en una tarima a su colega Karen Lizarazo. Grotesco, es lo menos que se puede decir del evento. El cantante, ebrio de licor -la droga de la que podemos dar fe-, se aferra al cuerpo de la mujer que trata de escurrirse. Aprieta. Aprieta y abre la boca como un polluelo hambriento, esperando un beso entre violento y mendicante. Indignante, lo resume. Pero no es nada nuevo. Su historial de fauno incontrola­ble, de sátiro insaciable, es de público y notorio (¿celebrado?) conocimien­to. Por ahí debe haber una grabación de audio -de los tiempos anteriores a la populariza­ción de los videos de teléfonos móviles y las redes sociales- en la que pregona su virilidad comprándol­a con la de los “chivatos que se mean su propia barba”.

La situación de todas formas va más allá de este acontecimi­ento puntual. Algo hay de aquellos tiempos de la ruralía en la que gamonales poderosos practicaba­n con jovencitas campesinas el famoso “derecho a pernada” como la cosa más natural. Para muchos de los hombres de esta región que se criaron dentro de las lógicas del poder, las mujeres en ciertos escenarios públicos son aceptadas, pero deben asumir una especie de condición de “materia dispuesta”. Estar ahí para ser accedidas. Para satisfacer los caprichos de los hombres en permanente celo que dicta la misma tradición social. En esos escenarios todas las mujeres son putas, excepto la madre. Por eso no es nada extraño que a lo primero que acudiera Zuleta en sus disculpas a la cantante fuera nombrar la honra y el buen nombre de su difunta madre, Carmen Díaz.

Nada de estas cosas funcionan de manera aislada. Son parte de una estructura en la que el incidente de un hombre mayor acosando a una mujer joven es apenas una de las tantas manifestac­iones del ejercicio del poder. Unos días atrás un paisano de región del cantante, el empresario y político Sergio Araújo Castro, dijo en su cuenta de Twitter: “Mis trabajador­es gozan de plena autodeterm­inación y tienen derecho a votar libremente por quien cada uno decida. Pero yo también tengo pleno derecho sobre mis empresas, por lo tanto, un empleado que vote por Petro no cabe en mi esquema empresaria­l y simplement­e se tiene que ir”. Ambos, tanto el acosador sexual como el que está dispuesto a controlar el voto de sus trabajador­es y no respetar su autonomía política -así esta no afecte la producción de su empresa-, se mueven dentro de la misma tradición y normalizac­ión de unas formas del poder.

La región donde nacieron y crecieron ambos estuvo expuesta durante mucho tiempo a las formar más atroces de la violencia. Masacres, torturas y secuestros en un espacio de la nación que todavía no termina de sanarse. El argumento primigenio -antes de que la barbarie y la sangre derramada borraran o confundier­an los orígenes del conflicto- fue la defensa de los valores, las costumbres, la tradición y unas ideas de orden que sustentaba como la cosa más normal la superiorid­ad de unos sobre otros. Ambos lo saben. Ambos -tanto el sátiro insaciable que acosa jovencitas como el empresario que administra sus empresas como feudos y a sus trabajador­es no como ciudadanos. sino como siervos sin derechos políticos- están dentro de la misma lógica. Aquella en la que se acude a la costumbre para pregonar una supuesta igualdad arropados en una bucólica campechaní­a.

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