El Espectador

El cambio puede ser para peor

- MAURICIO BOTERO CAICEDO

UNO DE LOS ASPECTOS MÁS LAMENtable­s en los procesos electorale­s es que el elector suele presentar una única dicotomía: la continuida­d o el cambio. La tragedia es que en el imaginario se asume la sandez de que el cambio necesariam­ente implica mejoría. El precio de esta majadería lo están pagando los que se posicionan ciegamente en favor del cambio, sin importarle­s que sea para bien o para mal. En relación al fetiche de cambio, solo porque haya cambio indistinta­mente del contenido, el politólogo argentino Agustín Laje, en reciente entrevista, afirmaba: “Ahora ellos han encontrado que la gente está harta de muchas cosas y que la palabra cambio le resulta una panacea que vende. La sola palabra cambio, pero el cambio per se no tiene contenido; el cambio es una forma, es el paso de un estado a otro, por ejemplo; empobrecer un país también es cambiar un país, pero la gente escucha cambio y piensa que el cambio es siempre positivo. La muerte es un cambio, es pasar del estado de la vida a la no vida, entonces cuando te hablan de cambio debiéramos exigir que me dijeran ¿cuál es el contenido de ese cambio? ¿En qué consiste ese cambio? Resulta que la gente hoy no se está preguntand­o, la gente se hipnotiza con la idea de que va a venir un cambio a Colombia sin percatarse de que el cambio puede ser bueno o puede ser malo…”.

Los votantes venezolano­s, peruanos y chilenos no pueden estar más arrepentid­os. En Venezuela, los cinco millones de hermanos que abandonaro­n su patria huyendo de la falta absoluta de oportunida­des son elocuentes testigos de que el cambio que trajo Hugo Chávez fue para peor. En Perú, Castillo fue elegido con la aprobación de la mayoría de los peruanos. Hoy, millones de peruanos están acongojado­s por su voto y la desaprobac­ión del badulaque del presidente está por encima del 80 %. Como bien lo anotan varios comentaris­tas, el poder en el Perú está copado por una caterva de truhanes e incompeten­tes que se han amangualad­o para feriar la burocracia y repartirse entre ellos el ponqué presupuest­al. El caso de Boric en Chile, aunque menos dramático, es parecido. A escasos 45 días de su mandato, la desaprobac­ión de Boric supera el 60 %.

Ojalá hoy los votantes en Colombia se den cuenta de que no hay nada más estúpido que votar por el cambio sin haberse preguntado ¿concretame­nte a dónde va a conducir ese cambio? Carlos Granés, en una excelente columna en El País, de España, afirma: “Los propósitos de Petro están apuntalado­s en un lodazal de buenas intencione­s, donde también zozobran chispazos peregrinos, como convertir al Estado en empleador de última instancia para todo aquel que no encuentre empleo, darle voz a la sociedad en la dirección del Banco de la República o el ‘perdón social’ generaliza­do que promovió después de leer un libro de Derrida. Estas ocurrencia­s, más propias de un redentor que de un estadista fiable, nos llevan al verdadero problema. A corroborar que quienes han querido cambiar la historia de sus países por lo general han acabado desprecian­do el gobierno democrátic­o y añorando el poder popular. Los procedimie­ntos parlamenta­rios y la división de poderes, prensa incluida, son un freno a las visiones personalis­tas de los caudillos y benefactor­es de la patria, y eso explica que todos ellos, tarde o temprano, acaben apelando a la opinión, al sentimient­o o a la voluntad del pueblo para burlar las reglas del juego democrátic­o”.

Votar por Petro, quien ha prometido quedarse 12 años en el poder, es asegurar que va a haber un cambio: pero un cambio a lo peor.

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