El Espectador

Reducir el gasto público no acaba la corrupción

- MARIO VALENCIA

Ni el Estado puede resolver todos los problemas ni su reducción acabará la corrupción. Una visión simplista sobre los roles de las institucio­nes públicas y las empresas privadas nos ha llevado a conclusion­es erróneas de que unas son mejores que las otras; pero se complement­an.

Se necesitan más recursos públicos y conseguirl­os no es fácil. En las últimas dos décadas, el aumento del recaudo tributario bruto ha sido de 10,4 % promedio anual y para lograr la propuesta de Petro tendría que crecer más de 30 % en una sola oportunida­d de reforma. Por el momento, las mejores perspectiv­as estarían dadas en reducir la evasión y eliminar exenciones.

En la otra orilla, las propuestas del ingeniero de reducir el gasto como una medida anticorrup­ción nos llevan a un escenario que suena atractivo, pero es indeseable. Ni el problema de la corrupción es discursivo ni el problema del Estado es el tamaño. Un estudio publicado por el BID en 2018 (Izquierdo, Pessino y Vuletin) muestra que lo importante es la “eficiencia fiscal” con “gasto inteligent­e”, y “no la solución estándar de hacer recortes generaliza­dos del gasto público para lograr la sostenibil­idad fiscal”. América Latina tiene, en promedio, una participac­ión del gasto de gobierno en el PIB dos veces menor que los países desarrolla­dos. Según los datos del BID, cuanto menos gasto público hay, más pobre es la región. Dicho de otra forma, no hay economía capitalist­a próspera sin Estado. En síntesis, para combatir la corrupción y la ineficienc­ia se necesita más institucio­nalidad. Explicaré.

Uno de los propósitos del gasto público debe ser el de identifica­r y estimular actividade­s y sectores estratégic­os para los objetivos sociales y económicos. Por ejemplo, asignar exenciones tributaria­s a la extracción minera, que solo ocupa el 1 % de la mano de obra, no solo es una ejecución ineficient­e, sino que se podría explicar por lobbies corruptos.

Otras formas aparecen en la contrataci­ón de obras y personal sin criterios técnicos. Pero para el caso colombiano hay una mayor incidencia de ineficienc­ia por sobornos y desvío de recursos públicos que por contrataci­ón de personas. De hecho, la proporción de empleos públicos sobre el total en Colombia es de 6,8 %, en comparació­n con México, donde es 12,5 %, Estados Unidos (15 %) y Suecia (30 %). Además, la ineficienc­ia por exenciones tributaria­s en Colombia tiene mucho más impacto fiscal que las filtracion­es en programas sociales.

Reducir el gasto público solo acarrearía menos crecimient­o y empleos. Datos del FMI muestran que en este aspecto el tamaño del Estado de Colombia, 33 % del PIB, es más parecido a Burundi y Ruanda que a Francia y Japón. En Alemania, uno de los países más industrial­izados del planeta, el gasto público es la mitad de su economía.

Un gasto eficiente, enfocado hacia invertir en actividade­s de alta transforma­ción, genera, al menos, tres efectos económicos positivos: brinda más bienes y servicios públicos que mejoran la competitiv­idad, genera mayor productivi­dad laboral por la vía de la formación técnica y profesiona­l, y permite pagar salarios más altos por la ampliación del mercado. Por lo menos así ocurre en los cinco países más competitiv­os del planeta, que tienen salarios promedio mensuales 10,5 veces más altos que en Colombia.

La corrupción no se acaba reduciendo el Estado, pero sí se reduce haciendo más equitativo el recaudo y más eficiente la asignación del gasto.

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