Sobrestimación de la violencia simbólica
El popular filósofo esloveno Slavoj Zizek contó en alguna ocasión cómo en la antigua Yugoslavia (país que acumulaba una diversidad de etnias en la zona de los Balcanes) eran comunes los chistes racistas entre los amigos. Sin embargo, en los momentos previos a la guerra étnica era impensable uno de estos comentarios por temor al conflicto que pudiera desatar. Cualquier colombiano, o incluso latino en términos generales, se extraña la primera vez que trata con un español, pues la tosquedad y el hablar sin tapujos no es común en nuestro medio. Mientras nosotros le decimos amigo o vecino a cualquier desconocido antes de pedirle que nos regale algo que pretendemos comprar, los españoles no se andan con vueltas para responder que no son amigos y que allá se no se regala nada, se vende. Esa forma de hablar tan endulzada es muy propia de los territorios violentos, donde con toda razón tememos la reacción del otro a un comentario mal entendido que perfectamente nos puede significar un altercado gratuito. En otros términos, que por andar de bocones nos levanten a trompadas. Últimamente en el medio político se habla constantemente de la violencia simbólica o incluso de los “asesinatos morales” (sea lo que quiera ser eso). Este tema podría ser tan intrascendente como cualquiera de los otros gaseosos debates políticos en los que nos enfrascamos, si no sirviera para algo más macabro: disimular la violencia real.
Entre los absurdos a los que han llegado quienes hablan de los “asesinos morales” está el compararlos con los atentados de verdad, los mismos atentados que fueron capaces de cobrar la vida de ocho niños en el Caquetá o en Chocó, cuando incluso el ministro de Defensa advierte que estas eran operaciones legítimas y que a veces podían morir menores de edad en ellas. Es momento de comenzar a ser un poco más maduros en el debate político. Las violencias simbólicas son puramente aparentes comparadas con la violencia material que se vive en este país. No podemos seguir prestándole más atención a un tuit o a un insulto que a un bombardeo o una ejecución extrajudicial. Los madrazos no matan, los balazos sí. Por supuesto, cuando hablamos de la intrascendencia de la violencia simbólica no nos referimos a los fenómenos como la violencia de género o el bullying, escenarios donde el maltrato verbal sí puede causar un daño irreparable o incluso cobrar una vida, sino al escenario de políticos, de adultos que se suponen personas serias. En un país de tantas complejidades, resulta desproporcionado comparar un insulto con un muerto. En esta coyuntura de país es necesario darles relevancia a las cosas que la tienen y abandonar la infantilización del debate público.
Iván D. Máttar.
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