La victoria de la censura
DESDE DICIEMBRE DEL año pasado he estado masticando un malestar que he tragado después de conocer la noticia del grafiti censurado en Puente Aranda, más allá de una polémica viral y que debo escupir en este texto para no atragantarme. El malestar, devenido en retorcijón, es este: la mencionada noticia es la muestra de que la censura en nuestro país ha salido nuevamente victoriosa.
Después de que el grupo Saint Cat Crew elaborara el mural Utopías de andén y un hombre publicara en redes cómo cubría de blanco uno de los fragmentos del mural, en donde se mostraba una de las experiencias de la comunidad con la violencia, esta victoria se evidencia en el hecho de que la censura ha resultado indemne y ha logrado perderse del horizonte mediático entre la avalancha de noticias y polémicas preelectorales.
No me interesa abordar el contenido de la imagen; esa es una discusión que se debe hacer después de que este suceso —o cualquier otro de la misma naturaleza— sea tomado con mayor seriedad. Por el contrario, el énfasis de esta columna está en que el origen del malestar radica en los efectos de la censura. O, mejor dicho, en los no efectos que se manifiestan en la inacción, el silencio y el olvido al que se ve sometido este acto contra el mural.
Unos no efectos que se convierten en indignación, como bien lo manifiesta Clara Tello —miembro del grupo—. Indignación ante un acto en contra de la libre expresión de las comunidades y los artistas implicados que no es exclamada por nadie. Y que yo agregaría que se hace más indignante cuando esa exclamación no va más allá de las meras palabras.
Idartes y su cabeza visible, Catalina Valencia, han rechazado este acto de censura en varios medios y redes sociales. Han cumplido con los mínimos que les exigen los roles institucionales en los que operan como agentes culturales, pero ninguno de los pronunciamientos ha estado acompañado de acciones, ni siquiera promesas, que salvaguarden el proyecto y su contenido original, fruto de una de sus becas. Sus pronunciamientos de que “eliminar y censurar al que opina diferente destruyen la democracia”, sin acompañamiento de actos jurídicos y mediáticos para defender la democracia, tienen una cierta equivalencia con otros recurrentes pronunciamientos en los que se clama que “se hará una exhaustiva investigación sobre el caso (inserte aquí el de su preferencia)”, y luego no sucede nada.
Ya han pasado meses, las chispas de este suceso se han apagado y no han surgido más declaraciones. Nada medianamente reconfortante o conclusivo. Un indigesto nada de nada.
Por ese retorcijón, es posible afirmar que este es un nuevo caso en que la censura ha triunfado en Colombia y que, como en otras ocasiones, hay un riesgo de que los informes que se arruman entre la burocracia institucional y los bytes que ya no interesan al algoritmo sean condenados al olvido.
Ya Saint Cat Crew ha procurado resignificar esa pared en blanco y ha solicitado —si no es que ha exigido— disculpas y retractación por parte del sujeto que censuró su trabajo (cosa que no ha pasado). Pero, más allá de esto, se desconoce si hasta el momento las declaraciones institucionales han estado acompañadas de procesos acordes a sus proclamas demócratas, procesos como la multa a este sujeto por la destrucción del fragmento del mural hecho con recursos públicos o una apropiada compensación al grupo de artistas.
Amanecerá y veremos, dicen en el país de la censura coronada por la impune iconoclasia.
‘‘La
censura ha resultado indemne y ha logrado perderse del horizonte mediático entre la avalancha de noticias y polémicas preelectorales”.