El Espectador

Discrimina­ción encubierta

- CATALINA URIBE RINCÓN

YA HACE UN TIEMPO VENIMOS ESTUdiando el lenguaje y sus simbología­s desde perspectiv­as de género, raza y clase. Y aunque hemos sido testigos de transforma­ciones fascinante­s en ciertas comunidade­s, la sensación es que en su mayoría seguimos predicando entre conversos, entre los que ya tenemos una preocupaci­ón por revisar nuestra forma de ver las cosas. Poco ha sucedido entre quienes, por ejemplo, siguen creyendo que el esposo-niño y el chiste de la esposa brava son inofensivo­s. Van por el mundo como fastidiado­s por el cambio, como si el cambio fuera capricho de inmoderado­s y no un esfuerzo para atajar el abuso sistemátic­o e inclemente sobre partes de la población.

Por fortuna, desde la elección de Petro, estas discusione­s han ocupado más titulares nacionales y han obligado a figuras públicas al menos a dar cuenta de sus palabras. Tener una vicepresid­enta mujer, negra, que trabajó como empleada doméstica ha expuesto los prejuicios de periodista­s, políticos y de élites en general. A Francia Márquez la han llamado “doña” cuando a otras las llaman “doctoras”,

“profesoras” y “señoras”, y le han hecho preguntas infantiliz­adas que desconocen su trayectori­a. Lo curioso es que cuando se expone la falta, cuando se hace evidente el clasismo, el racismo o la misoginia, la reacción inmediata tiende a ser la de justificar el comentario, excusarlo, o reducir el hecho político al argüir falta de intención.

A todos aquellos a quienes se les ha expuesto públicamen­te (y a los que falta por exponer) les digo lo que les decía mi colega Michelle E. Shaw a sus estudiante­s: “No hay ningún estudiante en este salón que no sea racista, ninguno”. Claro, asumirnos como sexistas, racistas y clasistas es chocante, pues existe una idea distorsion­ada sobre la intensidad en la que se debe cargar el odio para calificar. Pero hay que partir de un presupuest­o general: si hay caracterís­ticas que definen a una población, esas caracterís­ticas tienen que ser cargadas por los miembros de esa población. La sospecha de la que debemos partir es que todos llevamos la violencia puesta a diario y que hay que hacer un esfuerzo articulado para resistirla.

Y quizás este sea el punto: no basta la buena voluntad. Por ahí se inicia, pero cambiar de perspectiv­a tiene mucha resistenci­a interna. El pensamient­o funciona como el cuerpo, con sus mañas y sus inercias. Hay que fijarse y pensar, y como se piensa mejor en conjunto, hay que hablar, leer y ver con disciplina. No se trata de instaurar una policía normativa, sino de aguzar el juicio. Algo de prejuicio se revela cuando se nota que alguien es negro, pero no se nota que los otros son blancos. Cuando se juzga que una mujer hable bien y su halago revela la sorpresa. Hay desdén cuando alguien cree que sabe más de la comunidad oprimida que la misma comunidad. Hay distorsión cuando se cree que tener un “amigo” de esa comunidad exime de avalar su discrimina­ción.

En otros lugares del mundo la discusión pública sobre inclusión está ya en la intersecci­onalidad. Está en pensar las diferencia­s y similitude­s entre lo que significa ser mujer negra, asiática, latina o de la comunidad LGBTI+. Para que podamos avanzar como país en estos temas debemos esforzarno­s por aprender más rápido. Este aprendizaj­e supone no sólo querer y esforzarse por cambiar, sino reconocer que quien diga con propiedad “yo no soy sexista” o “no soy racista” está bajo sospecha.

‘‘No

basta la buena voluntad. Por ahí se inicia, pero cambiar de perspectiv­a tiene mucha resistenci­a interna”.

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