El Espectador

Don infante Iván Duque, el viajero

- NICOLÁS RODRÍGUEZ

NO PODÍA SER OTRA QUE LA ORDEN del Infante Don Enrique, el navegante, la que le fue entregada al todavía primer mandatario Iván Duque en Portugal. Por supuesto, en vísperas de la presentaci­ón del Informe Final de la Comisión de la Verdad.

Navegar, lo que se dice navegar, no sería lo apropiado. Ni en el sentido literal del desplazami­ento por mar, ni en el sentido del conocimien­to de los océanos y cómo prepararno­s para los retos del cambio climático, aunque esa sea la razón de fondo para el reconocimi­ento portugués (y de un tiempo para acá, la bandera ondeada tras el naufragio de la economía naranja).

Tampoco en el sentido metafórico del capitán que lleva su barco a feliz término sin dejarlo a la deriva, que fue lo que realmente hizo Duque al no asistir a la presentaci­ón del histórico informe.

Más que al navegante, el premio le viene bien al buen viajero.

Don Enrique, por su parte, por encima de ser navegante y descubrido­r de rutas oceánicas, homenajead­o en monumentos, plazas, nombres de calles y correrías turísticas en ciudades como Lisboa y Oporto, facilitó la trata transatlán­tica de esclavos. La edad de oro portuguesa que hoy condecora a nuestro presidente tiene su lado B, como cualquier otra empresa colonial europea.

El desplante a la Comisión de la Verdad no se reduce a la idea de un Duque “de espaldas a las víctimas, al Acuerdo (de Paz) y a la verdad”, como también se ha escrito. Estamos ante una primera interpreta­ción del informe que pasa por desconocer­lo públicamen­te para después descubrirl­o a escondidas y tarde, como en efecto ocurrió días después.

Vale más la heroica historia de los descubrido­res de tierras ya habitadas que los relatos inconcluso­s y difíciles del país que Duque gobernó.

Con su ausencia arranca en firme la historia de la recepción del añorado informe. La indiferenc­ia calculada es una lectura y una toma de posición.

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