El Espectador

La forma del secreto

- LUIS FERNANDO CHARRY

LA NOVELA DE GÉNERO HA SUSCItado algunos debates históricos dentro del establishm­ent literario. Es posible que el cúmulo de esos debates, con un poderoso arsenal de afrentas de lado y lado, sea en el futuro otro libro fatigante. Pero los debates en contra de la novela de género —la novela policial, en concreto— no son el tema de esta columna, lo que no significa que debamos pasar por alto algunas opiniones memorables y mucho menos dejarnos intimidar, como Juan José Saer sostiene, por aquella opinión de Bertolt Brecht según la cual “no encontraba en las obras de Hammett y Chandler nada que un gangster no hubiera podido firmar”.

Otra de las objeciones en contra de la novela policial (y lo mismo se podría decir de cualquier novela de género) apunta hacia una estructura narrativa rígida e inalterabl­e. De ahí que el aporte “creativo” sea más bien insignific­ante o, si se quiere, nulo. Este dictamen es válido solo en parte ya que la utilizació­n de unas convencion­es narrativas establecid­as potencia ciertos efectos poéticos. Para validar esta justificac­ión Saer menciona, como tantos otros lo han hecho, un nombre infalible: “Muchos cuentos de Borges, por ejemplo, no introducen ningún tipo de modificaci­ón estructura­l a las convencion­es del género. Son las particular­idades de la escritura misma las que les dan su valor literario”. Desde luego, las posibilida­des del género aquí no terminan.

Según Chesterton, esta clase de novelas son las primeras y las únicas formas de la literatura popular “en la que se expresa algún sentido de la poesía de la vida moderna”. Lejos de considerar­se un experto o teórico en la materia, Chesterton abordó la problemáti­ca del género en una serie de artículos donde sintetizó de paso los principale­s fundamento­s. Por un lado, es necesario que toda novela policial tenga un secreto, un secreto que valga la pena ocultar hasta el final, y por el otro, el espíritu de la novela debe regirse por la simplicida­d: “El secreto puede parecer complejo, pero debe ser simple; y en eso también simboliza otros misterios más elevados. El escritor está ahí para explicar el misterio; pero no debería necesitar explicar la explicació­n. La explicació­n debería explicarse sola, debería ser algo que pudiera sisear el villano (por supuesto) en unas cuantas palabras susurradas o gritar la heroína (preferible­mente) antes de desmayarse bajo la impresión del tardío descubrimi­ento de que dos y dos son cuatro”.

Si partimos de un veredicto universalm­ente unánime, el fundador involuntar­io del género fue Edgar Allan Poe, cuyos tres cuentos fundaciona­les —“Los crímenes de la calle Morgue” (1841), “El misterio de Marie Roget” (1842) y “La carta robada” (1844)— presentan en sociedad al detective Auguste Dupin y enuncian a su vez las leyes clásicas del género. Sin Dupin no se concibe el género, es decir, no se concibe la figura de Sherlock Holmes, ni la obra de Agatha Christie o de Wilkie Collins. Así, pues, la evolución del género ha complejiza­do el hallazgo del secreto y al mismo tiempo ha llevado esa complejiza­ción —La dama de blanco (1860) y La piedra lunar (1868), solo por mencionar dos obras maestras de Wilkie Collins— hasta sus últimas consecuenc­ias.

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