Vivir la verdad
EN UN PAÍS SOBREDIAGNOSTICADO como Colombia, donde decenas de violentólogos académicos han estudiado las causas de la tragedia cotidiana, la verdad puede tener poco de nuevo.
Lo noticioso, frente al Informe final que acaba de lanzar la Comisión de la Verdad, es que los esclarecimientos vengan del mismo Estado. Eso se le olvidó al gobierno Duque, quien, mezquino y pobre de espíritu como es, dejó plantado al país en la presentación del Informe el pasado martes.
Pero la Comisión se sobrepuso a los desplantes del mismo Estado y presentó una síntesis de las verdades derivadas de años de investigación y de un proceso en el que se oyeron las voces de cerca de 30.000 personas. Indígenas, afros, gitanos, empresarios, militares, paramilitares, exguerrilleros, campesinos y víctimas, toda una muestra representativa de la sociedad colombiana.
Que Colombia ha sido una sociedad excluyente y cerrada al cambio es una conclusión que se sabe desde hace rato. Lo que no se había dicho, desde la institucionalidad, es que la mezcla de clasismo, racismo y machismo iba a ser tan explosiva y tener tanta relación con la matazón que generó el conflicto armado y con la perpetuación del narcotráfico. Son verdades que a mucha gente no le gusta oír, pero responden a realidades vigentes en un país de mestizos. Han sido comunes las críticas de personas calificadas que aseguran que “el pueblo” se va a envalentonar porque una mujer negra tendrá la banda vicepresidencial.
El Informe de la Comisión indaga en esas lógicas coloniales —las del patriarcado, la corrupción, el negacionismo y la idea de que la seguridad debe ser garantizada para unos pocos— al reconocer entre los motivos del conflicto valores anacrónicos y crueles que han motivado la acción política e impedido pensarnos como nación. Es que ni siquiera la educación funciona en Colombia como factor generador de equivalencias. Bien lo anota el libro La quinta puerta, coeditado por Mauricio García Villegas, donde se concluye que el modelo educativo colombiano ha perpetuado la existencia de muros insuperables entre clases sociales.
Las masacres, el reclutamiento de más de 30.000 niños, la existencia de ocho millones de desplazados y un millón de exiliados y los falsos positivos son algunos de los puntos de partida de la Comisión para reconocer, desde el Estado, responsabilidades éticas, históricas y políticas; pero también, y lo más importante, para formular recomendaciones de cambio.
Habría sido espectacular que Iván Duque recibiera los papeles y no despreciara a las víctimas. Por su mezquindad, terminó dejándole todo el espacio al presidente entrante. Del compromiso de todos los que vengan —y de la sociedad— dependerá que el Informe de la Comisión no se quede en los mismos anaqueles que guardan las conclusiones de los encuentros de intelectuales ni en los publirreportajes que resumen los foros con “líderes de opinión” que venden algunos medios. Del cumplimiento de esas recomendaciones, que son más amplias y estructurales que una decisión presidencial, podría depender la, ya tardía, entrada de Colombia a la modernidad.
Omar Yepes Alzate