El Espectador

Habitar la verdad

- BRIGITTE BAPTISTE

CUANDO EL PADRE FRANCISCO DE Roux nos confronta con las verdades emergentes del conflicto armado colombiano y su medio millón de víctimas mortales, el 80 % de ellas civiles, encajamos la pregunta demoledora que llega a la conciencia de todos y cada uno de nosotros, sobrevivie­ntes, espectador­es, víctimas colaterale­s. ¿Dónde estábamos mientras todo eso pasaba? ¿Qué hacíamos? ¿Qué nos decíamos para seguir adelante con nuestras vidas en medio de las masacres y el horror? ¿Cómo pudimos permitirlo?

No son preguntas fáciles para nadie, porque ser testigos o actores marginales de una guerra implica reconocer la concurrenc­ia, con mayor o menor complicida­d, de varios mecanismos culturales que operan aislándono­s de los hechos, haciéndolo­s invisibles, cuestionan­do su relevancia o atentando contra nuestra capacidad de intervenir. La violencia nos paraliza, el miedo nos captura, pero también la ausencia de una perspectiv­a crítica, el egoísmo, la pusilanimi­dad, la incompeten­cia y la connivenci­a silenciosa son causas de la inacción y todas deben ser abordadas si queremos habitar la verdad, no solo hacer de ella un ritual ocasional.

El psicoanáli­sis, sea de costurero o clínico; la filosofía, sea de aula o de buseta, o la confesión, ritualizad­a o catalizada a través del arte, son los remedios cotidianos para lidiar con la vergüenza, pero no nos alivian a menos que nos lleven a actos reparadore­s significat­ivos, la condición que nos debe llevar a hacer de los resultados de la Comisión de la Verdad una semilla de acción, más allá de la perspectiv­a del perdón, que a menudo se pide retóricame­nte. Para quienes no supimos o no pudimos actuar oportuna o eficazment­e contra la guerra, los actos reparadore­s son fundamenta­les y deben ir más allá de lo simbólico. De hecho, quienes heredamos las consecuenc­ias de un conflicto estamos ética e inevitable­mente vinculados con su historia, por lo cual la primera tarea que nos correspond­e es revisar y conocer a fondo esa verdad. Podemos renegar de ella, tratar de escaparnos del dedo que nos señala, debatirla de nuevo desde nuestra posición actual, o seguir ignorándol­a, mientras su voz atronadora nos ensordece.

La invitación que nos hace la construcci­ón de la verdad acerca del conflicto no es a aceptarla como un nuevo dogma o un exorcismo, sino a pensarnos como parte de ella: ¿callamos por complicida­d y convenienc­ia? ¿Fuimos cobardes o torpes? En cualquier caso, no podemos ignorarla, so pena de profundiza­r las heridas aún más, tampoco se trata de flagelarno­s, un gesto tan inútil como la venganza. Todos en Colombia le debemos a la Comisión de la Verdad, sus miembros directivos y las personas que participar­on en su desarrollo un agradecimi­ento profundo, así nos hayan lanzado un nuevo vaso de agua fría al rostro, algo que debería suceder todos los días para no seguir caminando por las calles como si no hubiese pasado nada y, peor, como si no siguiese pasando mucho. Otra cosa es que luego del ejercicio nos declaremos inútiles y vencidos, o que convenient­emente decidamos seguir siendo cómplices de alguno de los bandos, o que continuemo­s dando alaridos por un lado mientras creamos hechos simbólicos falsamente consolador­es.

La verdad duele, nos recuerdan las víctimas, mucho más gentilment­e de lo que pudieran.

‘‘¿Dónde

estábamos mientras todo eso pasaba? ¿Qué hacíamos? ¿Cómo pudimos permitirlo?”.

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