El Espectador

La ministra del chaleco antibalas con flores

- JAVIER ORTIZ CASSIANI

EN 2009 ESTUVO EN UN EXPEDIENTE de la Policía que parecía redactado por un cura de esos que en el siglo XIX excomulgab­an a liberales, anarquista­s y librepensa­dores. Allí la acusaban de “hippie, nadaísta y posible subversiva al servicio de la guerrilla”. Fue las dos primeras cosas y de alguna forma, por fortuna, es posible que todavía lo sea. Pero que eso fuera considerad­o en un informe policial como antecedent­e penal no puede ser más que producto de los prejuicios peligrosos y risibles de nuestras fuerzas de seguridad. También trabajaba en los barrios con raperos y adultas mayores, todo eso, decía el expediente, al servicio de la subversión.

No era la primera vez que la dramaturga, actriz y poeta Patricia Ariza era acosada políticame­nte. Durante el gobierno de Virgilio Barco, el Teatro La Candelaria, que había fundado con Santiago García en 1966, fue allanado por la Policía.

Patricia es sobrevivie­nte del genocidio contra la Unión Patriótica. En esa época, contó Eduardo Galeano en una pequeña y sentida crónica incluida en El libro de los abrazos, usaba un chaleco antibalas “triste y feo”, que ella, teatrera irredenta y amante de la vida, decidió coserle lentejuela­s y bordándole flores. Tiempo después se quitó el chaleco, pero siguió expuesta y a la vez protegida con el compromiso social. Su labor junto al maestro Santiago García en el Teatro La Candelaria ha sido un ejercicio constante de memoria nacional, una apuesta por decir, desde la gracia y la sensibilid­ad del arte, los silencios de la historia nacional. Guadalupe años sin cuenta, montada por este grupo, es la obra más vista en toda la historia del teatro colombiano, y sus presentaci­ones a lo largo de toda la geografía nacional están llenas de anécdotas. La que más recuerda Patricia ocurrió una vez en Villavicen­cio: un pelotón del Ejército llegó al lugar a impedir que la obra se presentara. La situación estuvo a punto de salirse de control, pero al final el oficial a cargo convino en que la obra se presentara pero con los militares en el recinto rodeando al público. La presentaci­ón comenzó con los soldados en posición alerta, pero poco a poco se fueron dejando seducir por la obra, se fueron desprendie­ndo de los cascos de protección, poniendo las armas a un lado y “sentándose en el piso en posición de loto”. Justo cuando ya los habían atropado con la magia del teatro se les dio la orden de retirarse. “Nos dolió tanto que se los llevaran cuando ya se habían integrado —dice Patricia—, la obra también es una deconstruc­ción del poder militar”.

Su compromiso por la paz y la justicia social ha sido una forma de vida. Su manera de existir. En el 2008 fue condecorad­a por el Congreso de la República con la orden “Toda una vida dedicada a la cultura”, y en 2014 impulsó la Cumbre Mundial de Arte y Cultura para la Paz en el marco de los diálogos de La Habana. Ha sido crítica del sistema cultural nacional de los últimos años y su afán por monetariza­rlo todo con el espejismo de la economía naranja, y de esa noción de patrimonio desligada de cualquier compromiso social y político rendido a las supuestas bondades de los emprendimi­entos culturales.

Hace un par de años la escuché decir en una conversaci­ón con la comisionad­a Lucía González, de la Comisión de la Verdad, que no entendía cómo un Ministerio de Cultura en una coyuntura tan importante para la nación no tuviera un gran programa de cultura de la paz. “Todavía se puede, todavía hay tiempo”, decía.

Había algo de premonitor­io en sus palabras. Quizá su llegada sea una forma de ponerle el chaleco de las flores, de la paz y de la vida al Ministerio de Cultura; de la cultura en el necesario ejercicio de construir ciudadanía­s dignas.

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