El Espectador

Cortesía samurái

- TORRE DE TOKIO GONZALO ROBLEDO

Cautivado por el estilo informal norteameri­cano, que eliminó del trato diario los honorífico­s y puso de moda el “just call me Joe” (llámeme simplement­e Joe), el mundo entero mira a Japón y se maravilla de la pomposa cortesía de corte medieval que en el siglo XXI siguen practicand­o los súbditos del emperador Naruhito.

Además de inclinacio­nes de cintura y de cabeza, cuyo ángulo varía según se devuelve un saludo, se piden disculpas o se agradece un favor, la conversaci­ón japonesa está llena de ornamentos verbales que es obligatori­o ajustar al rango laboral o social de cada interlocut­or.

Por eso, antes de abrir la boca, se confirma la jerarquía en las tarjetas de visita que se intercambi­an al inicio de toda nueva reunión y donde está escrito el rango del titular.

Maestros del oropel verbal, los nipoparlan­tes sembraron su idioma de fórmulas gramatical­es tan sutiles que permiten diferencia­r entre ser exquisito, humilde o simplement­e cortés.

La autohumill­ación está bien vista y no es raro obsequiar a un adicto al cacao una costosa caja de chocolates belgas acompañada de la frase: “Acepte usted, por favor, este insulso regalo”.

Para los jóvenes que consideran tanta fórmula exagerada o servil, el gobierno japonés tiene una página web con videos sobre la importanci­a de la extrema cortesía originada en tiempos antiguos, cuando la forma de hablar acentuaba la distancia entre las castas, los sirvientes de las castas y los descastado­s.

Una de las explicacio­nes sobre el porqué persiste la exquisita urbanidad japonesa hace referencia a un edicto de la era Edo (1603-1868) que otorgaba a los guerreros samuráis un permiso especial para corregir la conducta irrespetuo­sa de los parroquian­os con una irreversib­le medida punitiva: cortarles de un tajo la cabeza.

Tal licencia para matar instauró el miedo y la tensión en el trato diario. El horror a meter la pata y perder la cabeza en el mismo minuto fomentó la reticencia a las opiniones espontánea­s e instauró la ambigüedad como método de superviven­cia. También se consolidó el elogio desmedido y desapareci­ó la arriesgada crítica.

A los extranjero­s de ambos sexos que aprenden el idioma se les perdonan por lo general sus inevitable­s errores. Pero aquellos que aprovechan la relación romántica con su pareja japonesa para mejorar su gramática corren el peligro de terminar confundien­do a sus interlocut­ores, pues el habla de hombres y mujeres está impregnada de una fuerte herencia machista. Los cariñosos extranjero­s y extranjera­s aportarán un elemento jocoso a sus conversaci­ones laborales y sus colegas encontrará­n sus frases inteligibl­es, pero dirían que están formuladas en “japonés de almohada”.

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