El Espectador

Mientras Abe agonizaba

- HÉCTOR ABAD FACIOLINCE

EN ESTOS DÍAS EN QUE EL PRESIDENte electo de Colombia va soltando los nombres de sus ministros con gotero (de manera que la opinión pública viva pendiente de cada una de sus declaracio­nes y de este modo imponer la agenda noticiosa), observo divertido cuando la masa de sus seguidores se desconcier­ta y se rasca la cabeza cada vez que Petro nombra un viejo macho de la élite blanca hetero-patriarcal: Álvaro Leyva Durán, 80 años, descendien­te del prócer Atanasio Girardot, nieto del general Lisandro Leyva Mazuera, hijo de un ministro de Laureano, ministro él mismo de Belisario, negociador de paz con Samper… José Antonio Ocampo, 70 años, hijo del ministro Alfonso Ocampo Londoño, exministro él mismo de Samper y de Gaviria, secretario adjunto de la ONU, ministro de Hacienda (in péctore) de Fajardo… Alejandro Gaviria Uribe, hijo del alcalde y gerente de EPM Juan Felipe Gaviria, jefe de Planeación con Uribe, brillante ministro de Salud de Santos y rector de la Universida­d de los Andes…

Y digo que esto me divierte porque la bandera petrista era que aquí no podían seguir gobernando siempre los mismos con las mismas y había que romper con el establecim­iento y con la élite abominable que había convertido a Colombia en un país fallido. ¿Gatopardis­mo? ¿Cambiarlo todo para que todo siga igual? No creo. Tal vez, más bien, pragmatism­o, y velas que se prenden por turnos a Dios y al diablo. A diferencia de los machos, las ministras mujeres se anuncian por tríos y por trinos y algunas vienen también de la vetusta clase política (Cecilia López, 79 años, exministra, exembajado­ra, ex directora de Planeación) o de la vieja guardia cultural de izquierda (Patricia Ariza, 76 años, poeta, teatrera, luchadora social desde su juventud en la Juco, doctora honoris causa en La Habana).

Se preguntará­n qué tiene que ver el Abe del título, el tristement­e asesinado Shinzo Abe, con lo anterior. Tiene que ver por lo siguiente: también Abe pertenecía a la vieja élite hetero-patriarcal del Japón. A gobernar y a defender los intereses públicos de un país (mucho más que los intereses personales) no se aprende de la noche a la mañana. Y un ejemplo perfecto de esto es la manera como Abe, siendo primer ministro del Japón, supo lidiar con Donald Trump, un nuevo presidente de los Estados Unidos por quien Abe no sentía ninguna simpatía. ¿Se puso a insultarlo como habría hecho un bobo intonso como yo si hubiera sido, digamos, alcalde de Cucunubá? No, todo lo contrario: estudió la manera en que podía amansarlo, seducirlo, y evitar que fuera –como parecía al principio– un enemigo jurado del Japón.

No en vano Shinzo Abe era nieto de otro primer ministro japonés, Nobusuke Kishi, que supo pasar de la cárcel, acusado por los gringos de ser un criminal de guerra, a convertirs­e en un aliado de Estados Unidos en política exterior. Tampoco en vano era hijo de un ministro de Relaciones Exteriores, Shintaro Abe, y de Industria y de Comercio Exterior. Gracias a ese “savoir faire” aprendido en la casa y mamado por siglos, sin desdeñar la tradición, Abe no se dedicó a pensar en cómo insultar y ofender a Trump, sino en cómo halagarlo para ganárselo.

Lo primero que hizo, al verlo por primera vez, fue llevarle un palo de golf de oro y plata para que este lo guardara como trofeo en Mar-a-Lago. Y en vez de concentrar­se en la obsesión de Trump con el déficit comercial entre EE. UU. y Japón, se dedicó a jugar golf con él y a dejarlo ganar pese a ser un jugador muy superior al magnate de los concursos de Miss Universo. Abe, con la sutileza instintiva de su tradición, llegó más lejos: propuso a Trump para premio Nobel de la Paz por sus acercamien­tos con Corea del Norte, pasando por alto su absoluto fracaso. ¿Hipocresía, falsedad? Segurament­e. Pero también conocimien­to profundo de la debilidad megalómana de su adversario. Y de saber poner a esas extraordin­arias islas del Japón por encima de todo, usando la diplomacia como sustituta astuta de la verdad.

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