Decisiones cada día
EN ENTREVISTA RADIAL, LA NUEVA ministra de Ambiente, Susana Muhamad, explicó que el gobierno entrante cerrará la puerta al fracking, pues este generaría “más perjuicios que beneficios”. Con la misma claridad dijo que no se fumigará forzosamente con glifosato y que el puerto (de grandes profundidades) de Tribugá en la costa Pacífica “no va”.
Líderes de opinión y economistas analistas asumieron tales decisiones con desconfiada sorpresa y pusieron de relieve el hecho de que la ministra no tiene un perfil técnico. En cambio tiene un pasado político o como activista. La sorpresa debe ser fingida, pues más que un conejo que sale del sombrero como en un acto de magia, las tres declaraciones (fracking, glifosato y megaproyecto de
Tribugá) son coherentes con las promesas de Gustavo Petro y Francia Márquez. Estos expresaron sus planes medioambientales en decenas (o cientos) de declaraciones de campaña. El episodio puede ser oportunidad para reflexionar sobre la importancia de decisiones políticas, basadas no solo en el conocimiento de un pasado nacional de pocos ganadores y muchos perdedores, sino también en ideas particulares sobre el futuro. En este caso es un futuro que incluye a más personas en la promesa de una vida digna.
Y es que ha sido tan larga la estadía de cierto tipo de altos funcionarios en el Estado colombiano, que estamos habituados a pensar en sus decisiones como desprovistas de pasión o sal (basadas exclusivamente en el raciocinio técnico de un grupo más bien homogéneo de hombres y mujeres). Los equipos ministeriales de las últimas décadas únicamente despiertan suspicacias o malos pensamientos en el ocasional escándalo de corrupción. Pero esto no quiere decir que estén llevando un rumbo apolítico, quiere decir que navegan por un camino acostumbrado. Tantas decisiones históricas, que cambiaron la dirección de la corriente, fueron tomadas sobre la base de un futuro que incluye a más personas en la promesa de una vida digna.
La reforma del sistema educativo colombiano de 1936 es un ejemplo. Entonces el presidente López Pumarejo se enfrentó a la oposición afuera y adentro de su partido, y hasta de su propia familia. La Ley 32 de 1936 buscó acabar con la negación de recibir alumnos en las escuelas primarias, secundarias o profesionales “por motivo de nacimiento ilegítimo, diferencias sociales, raciales o religiosas”. La reforma abrió además las puertas del bachillerato y las universidades a las mujeres. Como nos explicó la profesora Aline Helg, la decisión iba en contravía del sentido común, técnico, del momento, pues mientras López Pumarejo argumentaba que mediante la educación el país aseguraría mejores días, muchos expertos no daban importancia a la educación y achacaban el atraso económico de Colombia “a otros factores en boga en la época, como la geografía del país, sus climas y la raza colombiana”.
La Iglesia católica en pleno con grandes poderes declaró estar en contra “de disposiciones odiosas y sanciones exorbitantes como la que obliga a recibir en los colegios privados a los hijos naturales y sin distinción de raza ni de religión”. Obispos, arzobispos, liberales moderados y conservadores se preguntaron: “¿Qué males no trae consigo una educación laica y atea?”, e hicieron un llamado nacional a la desobediencia civil (a “obedecer a Dios antes que a los hombres”).
Para ese momento, de los niños en edad escolar, 513.775 estaban matriculados, mientras que 950.000 carecían totalmente de contacto con el sistema educativo. Como detalla Helg, la reforma que se enfrentó contra viento y marea se quedó corta en muchísimos aspectos (en parte por falta de fondos suficientes). No obstante, la sola disposición de incluir a muchos y muchas más dentro de las posibilidades de estudio tuvo efectos trascendentales e irreversibles.